Dónde está el público
La ausencia de público en los espacios que convidan a mezclar entretenimiento con pensamiento es un tema sobre el cual aumentan día a día las voces de lamento, porque éste, el público, al parecer ha migrado definitivamente hacia aquellos espacios en donde de comienzo a fin todo cuanto se hace tiene solo el objetivo del entretenimiento.
Muchos de quienes hablan del asunto dejan la impresión de que la ausencia de público, o mejor, su cambio de preferencias es un hecho casual, en el que ninguna responsabilidad tienen quienes han sido gestores de actividades culturales, o actores de las mismas, porque le endilgan toda la culpa a los mecanismos que utiliza el desarrollo para ajustar su discurso ideológico y adaptar al ser humano a nuevas formas de percibir la realidad.
¿Por qué está sucediendo?
A esta pregunta solemos responder, todos a una, que se debe al cautiverio en que mantienen los medios masivos, entre los que se cuenta la televisión, al público, debido a su capacidad de entrar en cualquier intimidad, sin pedir permiso, y de producir la impresión de diálogo, y por lo tanto de sugerir compañía.
Suponiendo que tal cosa sea absolutamente cierta, valdría hacer varias preguntas, como, ¿tenemos consciencia de cuándo empezó a producirse este cautiverio?, ¿sería posible hacer una relación de los pasos que hemos dado en pos de una estrategia para evitarlo?
Sabemos que pocos quisieran responder a esta pregunta, porque la televisión no es nada nuevo, y según nos parece no sólo ha terminado cautivando el grueso público sino también a quienes se valen de ella para refrendar sus actos artísticos, porque también han caído en el señuelo de lo que ha dado en llamarse, de manera equivocada, la masificación de la cultura, porque muchos de quienes hoy en día se quejan de la ausencia de público en los espectáculos cuyo diseño convida al análisis y al pensamiento, entraron, en forma apurada, a formar parte de su estructura, porque estaba de moda o les garantizaba una mayor presencia en el mundo cultural, y ellos mismos le fueron enseñando a la televisión cómo adaptar las obras para hacerlas digestivas y entretenidas al televidente.
Para muchos actores y actrices, cuyo desarrollo se daba en el teatro, la televisión fue un embeleso y comenzaron a pujar por entrar en ella, y claro, debían cambiar de actitud, porque una cosa es hacer algo para que llegue a todos por igual, y otra, muy distinta es hacerlo para generar una actitud de pensamiento transformador a quien ve.
Actores y actrices debieron adaptarse a trabajar con episodios más ligeros y por lógica terminaron alivianando su mensaje para que fuese entendido por todos, y cuando las cámaras no estuvieron más frente a ellos, volvieron a los escenarios tradicionales a tratar de competir con la televisión, lo cual es posible siempre y cuando se conserve un formato de ligereza argumental que le haga sentir al espectador que está cómodamente recostado, viendo la tele y comiendo palomitas de maíz.
Muchas son las teorías que podríamos suponer para explicar la ausencia de público, aunque preferimos decir, mejor, su cambio en las preferencias, y quizás muchas las soluciones, también teóricas, para hacer que éste vuelva a los escenarios tradicionales, pero nos parece importante que, mientras se vayan haciendo estos análisis, para evitar su pérdida total, vayamos en busca de éste, llevando las actividades culturales a aquellos sitios de las ciudades, adonde éstas nunca han llegado, porque puede suceder, que el público, llamado por la novedad deje por un momento la televisión para ver una obra de títeres, o una de teatro callejero o sentarse a escuchar historias.
Debemos, pues, activar la imaginación, trabajar más, y hablar menos de catástrofes.