Dramaturgias del actor y del espectador
Las emociones cuando se expresan deben lanzar alguna sustancia adhesiva que desconocemos. Vemos a alguien con miedo y sin advertirlo ese miedo se pega en algún lugar de nuestro esqueleto. Escuchamos un llanto desconsolado en mitad de la noche y en seguida ese llanto se cuela inadvertidamente en nuestro sueño. Conocemos más casos. Una carcajada cercana es muy fácil que se adhiera a nuestra boca, aunque no tengamos motivo alguno para reír. La mala hostia conduciendo se contagia con más facilidad que la gripe en invierno. Mirar unos ojos serenos puede aplacar nuestros nervios en un sólo vistazo. Según dicen, el carácter adhesivo de la emociones es algo que hemos heredado de nuestros ancestros simios, pues ellos también son capaces de empatizar fácilmente con sus congéneres.
La cuestión cambia cuando las emociones forman parte de un contexto más complejo, pues ahí los humanos somos capaces de empatizar más o menos en función de cómo entendamos la situación en la que se encuentra el sujeto. Así, si un pobre desahuciado dice sentirse triste es probable que sintamos lástima, mientras que si es Cristiano Ronaldo quien lo dice, nuestro primer impulso –que reprimiremos como buenos ciudadanos– será pegarle una colleja con el nudillo más afilado. Es decir, ese vínculo invisible y casi mágico que hace que sintamos lo que los demás sienten, necesita de un entorno, de unas condiciones propicias para que suceda.
En teatro encontramos una prueba irrefutable de ello, pues bien sabemos que lo que el actor siente no tiene por qué sentirlo el espectador. No es extraña la función en la que el actor dice haberse encontrado pletórico y, sin embargo, deja frío a los espectadores. Y viceversa, día en que el actor se autoflagela por la que cree haber sido una floja actuación y espectadores que acuden entusiasmados a felicitarle. Si tomásemos en serio esta anécdota y la llevásemos al extremo, podríamos llegar a la conclusión de que en el oficio de la actuación hay en realidad dos oficios diferenciados: por un lado el oficio que permite que afloren las emociones del actor, aquel que modula el estar en vida del actor en escena, y por otro lado el oficio dirigido a atrapar emocionalmente al espectador, el que trata de asegurar su disfrute sensorial. Aunque tradicionalmente estos oficios tienden a mezclarse y retroalimentarse, hay indicios que apuntan a que una separación tal puede ser posible.
El caso más claro que apunta en esta dirección es quizá el de Grotowski y su actor Ryzard Cieslak. En su famoso montaje «El príncipe constante», Grotowski trabajó de forma separada la esfera emocional del actor y la del espectador, tanto que podríamos afirmar que elaboró dos dramaturgias diferentes: una dramaturgia para el actor y otra para el espectador. Todo esto suena a una imposible alquimia teatral, pero la realidad es más sencilla. Con la ayuda de Grotowski, Cieslak, que según el libreto interpretaba al príncipe Don Fernando, construyó una partitura de acciones no trabajando en el personaje, sino en un periodo muy particular de su vida, el de su primer encuentro amoroso. Es decir, en escena Cieslak traía al presente las acciones de aquel momento de su historia y se concentraba en hacerlas vivas frente a los espectadores. ¿Y qué es lo que éstos veían? Pues los espectadores, desde luego, no veían a Cieslak en un idilio erótico, sino al mártir Don Fernando, personaje principal de la obra, que es capturado y torturado. Estas dos realidades tan dispares convivían en la escena de forma armónica, porque Grotowski había elaborado todos los elementos del montaje para que el espectador viese en las acciones de Cieslak aquellas de Don Fernando.
Esta distinción entre la dramaturgia del actor y del espectador probablemente comenzase inadvertidamente con la técnica de la memoria afectiva de Stanislavski, según la cual el actor trae al presente una emoción del pasado y la aplica al personaje. El actor recreaba para sí parte de su historia personal, que no tenía por qué estar relacionada con las circunstancias de la obra, con el objeto de hacer creíble la historia del personaje para el espectador. Como bien sabemos, la técnica se expandió gracias a la fama del Actors Studio de Strasberg, pese a que su impulsor Stanislavski había renegado de ella en su última etapa. Los sectores más críticos con la memoria afectiva de Strasberg coinciden en que la técnica tiende a crear una suerte de aislamiento, un autismo a nivel comunicativo que mete al actor en una burbuja psicológica para su exclusivo deleite. En consecuencia, aunque el actor alcance un estado emocional particular, frecuentemente tal efervescencia no llega al espectador. Es decir, al incidir con tanto ahínco sobre la dramaturgia del actor, la dramaturgia del espectador, aquella que finalmente permite escribir la historia en quien mira, tiende a quedar en un inmerecido segundo plano.
De lo dicho emerge un riesgo evidente para aquellos que centran gran parte de su trabajo en el nivel técnico, pre-expresivo de la actuación, pues a costa de acercar al actor a un virtuosismo soñado, alejamos al espectador de lo que se le quiere transmitir. La técnica pasa de ser un medio a un fin y se convierte en el principal obstáculo del acto comunicativo. O dicho de otra manera, olvidamos que la dramaturgia del actor y del espectador son dos caras de una misma moneda: el espectáculo.