Críticas de espectáculos

Duryodhana Vadham (Una historia del Maha

Obra: Duryodhana Vadham (Una historia del Mahabbaratha)
Intérpretes: Inchakkadu Ramachandran Pillai, Kalamandalam, Ratheesen Margi, Vijayakumar, Margi Vijayan Pillai, Margi Balasubrahmanian, Margi Suresh, Margi Murali y Margi Sukumaran.
Cantantes: Kalamandalan Haridas, Kalamandalan krishnankutty.
Percusión: RLV Somadas y Raveendran.
Compañía: Kathakali-Margi
Lugar: San Sebastián de los Reyes. Teatro Auditorio Municipal Adolfo Marsillach
Fecha: 26 de octubre de 2002.
Se enciende la lámpara de aceite en el centro de la escena. Se prueban los instrumentos. Los servidores de escena, expresión de la no presencia, acceden al espacio escénico para dar inicio al acto. Es un preludio sacro al propio rito; distendido, de media sonrisa. Los ayudantes ocultan al actor bailarín tras una tela de color que hará las veces de telón. Así se conviene cada inicio y final de escena.
Se da comienzo al drama. Detrás de la tela aparece el primer personaje. Un vestuario de gran volumen, lleno de contrastes y matizado más allá del puro esteticismo, ojos perfundidos en rojo, dilatados por el entrenamiento y un maquillaje abstracto que parece haber evolucionado de forma empírica para resaltar el gesto que, mediante un virtuosismo calibrado, perfila los rasgos del personaje. Tras la coraza, el actor-bailarín modula su cuerpo sobre bases extra-cotidianas dando al conjunto una apariencia no humana que, sin embargo, se muestra como ente teatral expresivo.
Las escenas se van sucediendo sustentadas por la percusión. Monólogos que oponen acciones robustas y sensuales, diálogos de mirada soslayada y escenas colectivas que oscilan desde el juego de apariencia trivial a la tragicidad más cruda y violenta. El drama aparece como un entramado opaco bordado con códigos precisos y, sin embargo, se deja traslucir la ternura, el miedo o el odio de lenguaje universal que interpela a la parte menos racional del espectador. Es, probablemente, la percepción de la fuerza instintiva con la cual el actor-bailarín se sumerge y navega en la partitura de códigos la que transciende toda convención endémica y lleva al espectador a un terreno tragicómico reconocible alrededor de esa codificación no descifrable.
Esa misma intensidad que integra lo físico y lo psíquico, incluso en aquellos pasajes en los que el actor-bailarín está llamado a representar la ausencia, permite, de forma tangencial, entrever el motivo religioso del acto. Cualquier atisbo de “publicotropismo” es rechazado; el actor no parece representar para el público, sino para un ente divino abstracto que lo analiza y valora.
Paradójicamente, y a pesar de esta red de convenciones, uno tiene la sensación de no haber naufragado en la historia que se le cuenta, de haber asistido a un acto donde se percibe la esencia de lo teatral, aquello que es intransferible a otras artes no escénicas.
Borja Ruiz Gaitzerdi Teatro


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