‘Edipo, una trilogía’: el penoso solar de los Labdácidas
“Edipo, una trilogía”, inspirado en Sófocles, es el espectáculo más penoso de los muchos que he visto sobre la leyenda de este personaje -se han hecho ya 15 versiones- en la historia del Festival. Pero es penoso no por el argumento de la trilogía ideada por el francés Daniel Loayza, que completa el trágico fin de la familia de los Labdácidas, sobre la que pesa una maldición, sino por su montaje en el espacio romano.
El planteamiento de la trilogía de Loayza, compila y engrana hechos y diálogos de los distintos textos del autor clásico: “Edipo rey” -tragedia de destrucción-, “Edipo en Colono” -melodrama- y “Antígona” -tragedia de sublimación- que no estaban en el orden en que se escribieron, para brindar un discurso esclarecedor de la gran tragedia edípica. La adaptación, que refleja armónicamente conceptos, sentimientos y reacciones de cada conflicto que siguen estando de actualidad, ha sido traducida al castellano, con buena dosis de halo poético, por Eduardo Mendoza.
Este interesante material teatral del adaptador galo y del traductor español tomó tierra en Mérida -después de pasar por Madrid y Barcelona- de la mano de Georges Lavaudant, con la propuesta de mostrar «una estética contemporánea para eliminar los clichés sobre el teatro griego». F. Suárez había “fichado” a este director parisino, por estar «considerado como uno de los más originales e importantes del teatro contemporáneo». Es necesario aclarar que los montajes de Lavaudant en España, han tenido muchos altibajos de calidad. El último visto en Extremadura, la comedia trasnochada “Hay que purgar a Totó”, con una Nuria Espert más sosa que graciosa, fue un rotundo fracaso. En cuanto a su “ilustración” de la estética contemporánea, el director decepcionó haciendo alarde de una confusa ambientación escenotécnica -donde, entre otras arbitrariedades escénicas pretenciosas de crear un mundo espectral, resalta una ridícula pantalla videográfica alzada en un tinglado oblicuo que simula un viejo cine- y un vestuario atípico, a tono con la frialdad del montaje, pero que desentonan con la estética del monumento y resultan, paradójicamente, por lo repetido en tantas funciones, un cliché que aburre. En este sentido, parece que el Lavaudant es un debutante que no ha visto obras en el teatro romano.
En el espectáculo desaprovecha las posibilidades del hermoso texto en su juego escénico, tremendamente estático y oscuro (el diseño de luces es pésimo). No logra la resonancia esperada y el ritmo intenso, de lirismo lapidario radiante de los parlamentos se pierde en la inútil puesta en escena sin dejar a nadie trémulo de emoción. De las tres obras, las dos primeras resultan letárgicas, la más lograda y ágil es “Antígona” (en los diálogos de confrontación). Únicamente se vale de un estilo sobrio donde sobresale el poder de la palabra, pero despojada de pasión. Y no entendemos por qué usa micros, que en las voces de los actores -sin gestos y movimientos- tienden a igualarse y no se distingue quien habla. Tampoco entendemos como divaga perezosamente -o ingenuamente- montando escenas en el fondo de la entrada principal del monumento que no se ven desde las caveas laterales. ¿Tropiezo de hacer compatible la producción de Madrid con la de Mérida?
En la interpretación sólo alcanza su mejor climax la declamación estricta de los actores Pedro Casablanc (Creonte), Laia Marull (Antígona) y Críspulo Cabezas (Hemón). Eusebio Poncela (Edipo) se mueve y recita con afectación, no convence demasiado. Lavaudant debería tomar nota de experimentos realizados ya en Francia sobre el solar de los Labdácidas, como los de Teatre du Lierre, donde prima la calidad de una propuesta original en el tratamiento de las técnicas de relación texto-expresión corporal-voz. Montaje con actores completos, que saben utilizar su energía en todos los registros, con potencia evocadora y amplificadora de la emoción trágica.
José Manuel Villafaina Muñoz
Publicado en el Periódico Extremadura (ESCENARIOS, 15-8-2009)