Zona de mutación

El actor alfabético

Ir de izquierda a derecha es una linealidad propiamente occidental que responde a una condición alfabética y sobretodo de alfabeto vocálico. Quiere decir que si alguna vez fue de derecha a izquierda, al agregarse las vocales a las consonantes, se instaló la dirección inversa, la que prima en nuestra cultura. Pero aquí interesa sacar consecuencias, observaciones que hacen al actor. El actor de texto (fórmula precaria como cualquier otra, pero paradigma de cierto teatro tradicional), es un actor que aprende a reflejar el texto de la misma manera que un lector que lee: de izquierda a derecha (de última así es como lo aprende y memoriza), como los seres ‘normales’ según Occidente. Entonces, es de esta forma que el actor mentaliza: de izquierda a derecha, tal como funciona el psiquismo del actor en situación de representación, cerebro izquierdo-razón (memorización, análisis, etc), cerebro derecho-intuición (conjuro de la poesía escénica). Ese pasaje es casi el tránsito creativo de un creador occidental: de lo racional primero, a lo intuitivo como territorio probable (conste que la segunda instancia, aparece condicional, y de esa condicionalidad deviene un gigantesco malestar cultural de todo nuestro espacio de pertenencia). En las escrituras sucesivas se lee en secuencia y por ende, no en contexto. O sea, diacrónicamente y no sincrónicamente. Alfabéticamente y no ideográficamente como ocurre con el chino principalmente. El alfabeto abstrae en una imagen sígnica, mientras el ideograma corporiza en una imagen material. Ya con eso estamos en dos universos perceptivos diferentes. El alfabeto sucesivo, horizontal, opuesto a la escritura vertical. Esto equivale a decir que la lectura de un texto sincronístico como el chino, no es en secuencia sino en contexto, por lo que la dirección entre lo intuicional a lo racional, opuesta a Occidente, se traduce en una disposición de derecha a izquierda, y en columnas y no en fila. Esto autorizaría a hablar, al menos en este plano, de un actor alfabético y un actor ideográfico. El psiquismo, según el caso, se armará de manera consecuente. Así será propio valorar que un actor ideográfico lexicalice diferente al alfabético. El proceso de subjetivación secuencial hace que el recuerdo de lo pasado active lo presente, es decir, se trata de una actuación narrativa (antes-ahora-después), de predominio prosístico, encadenado y racional, cuyo sustento basilar es el pasado. La re-producción del texto memorizado en el presente escénico, ilustra este proceso. Pero siempre llega el día en que el actor horizontal queda obligado a abordar un arte vertical como la poesía, cuya resolución bien puede ser la de ‘El Crucificado’ que yace clavado en su mismo cruce. La crucifixión sacrificial del intérprete es la de una imposibilidad: dar lo vertical con lo horizontal. Una salida posible propondría que el actor debe ‘no leer’ sino estudiar el papel como el pianista su concierto, sobretodo el gran pianista que aspira a lograr el Concierto Nº 3 de Rachmaninov o, inclusive, el cellista «La Sonata para Cello Solo» de Kodály. Para poder lograr que el signo actoral sea condensado al instante, como es condensada la pulsión háptica del dedo sobre la tecla, simultaneizando la intención poética de la nota, donde tiempo-espacio y alma, están acrisolados en un solo signo, en un solo instante. Esto hace suponer si la lengua, el cuerpo, no son el teclado que la mente pulsa, para lo cual tendrá que hacerlo sin error, so pena que la ‘música’ se rompa y la gente repudie el acto. Lo cierto es que el actor tiende a actuar pensando, no ‘tocando’. Y al pensar, rompe la simultaneidad, la condensación, y escande, separa, pone los ingredientes de la magia en sucesión. Y al hacerlo engorda la dimensión tiempo. Y ha de ser el tiempo el que al final lo coma, como en el «Cronos devorando a su hijo» de Goya. Es que la cuestión es que en el arte el tiempo es un constructo abstracto y es un error caer en registro lineal. Lo que se observa como instancia técnica a atacar, es lograr que el actor no opere con falsa suficiencia sobre el texto, ganando tiempo para la frase que viene. La nota, su tono, ya conllevan la intención en cómo es emitido, cómo es pulsado. Así, se usa la palabra como fricción perceptiva para convocar la emoción, el estado, y de esta manera no se permite que la palabra ‘sea’ la emoción. Es un error occidental y cristiano, cuyo precio trágico es la muerte en el punto ‘cruz’. La lengua (literal) es el instrumento háptico que toca el teclado dramático. El gran actor es el que ‘olvida’ la letra. El actor que sigue la letra, se extraviará en la no-emocionalidad del trance. Es que al olvidarla es cuando la ‘toca’. Si la piensa, la mata.

Vista recomendada: la película ‘Shine’, con Geoffrey Rush, sobretodo la parte con John Gielgud.


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