El actor circadiano
Esta nueva naturalidad de rostros sonrientes y compenetrados, de viandantes que van despreocupadas por la calle, a la menor conciencia de que alguien las mira, adoptan un gesto serio. La presencia del otro como alerta, tensión y gravedad. Las desregulación de los cuerpos y las mentes parece levantar la certeza respecto a que ese otro es un potencial usufructuador. La persona en alerta, ahora cruza al que la mira controlándolo con el rabillo del ojo. El otro es el cuerpo extraño. La cultura cotidiana, naturalizada, es sobresaltada por tales disrupciones y alertas capaces de sostener en vilo, en una suave paranoia necesaria para sostener un umbral de desconfianza acorde. Si pudiera hacerse concordar la disrupción de los lenguajes se podría incorporar la percepción a un océano sensible superador. Se habla en confianza por el móvil, con un interlocutor lejano e inofensivo en su ausencia, mientras se camina absorto por la calle. La salida de ese universo paralelo, a la garra doliente de la realidad, es un despertar que sólo se calma con una nueva comunicación. Si lo más profundo es la piel, cómo será cuando está en ‘otro lado’. Las utilidades y rendimientos de los cuerpos a la luz de las nuevas realidades perceptivas, parecieran producir diversas desarreglos que se reordenan en patrones sensibles discordantes. Jonathan Crary menciona el concepto de ‘biodesregulation’ que toma de Teresa Brennan para describir las brutales discrepancias entre la operación temporal de los mercados desregulados y las limitaciones físicas inherentes a los seres humanos para responder a estas demandas. El hombre ausente, que camina hablando por su móvil, suena ser una de esas condiciones previas de roturación para hacer caber en ese cuerpo, una alteración posible de sus ritmos circadianos, de sus tiempos y ritmos perceptivos. Uno más entre tantos. Hay una inquietud por ver si el desfasaje de los ciclos temporales, que armonizan biología y psiquismo a los ritmos generales de lo macrofísico, repercuten en los mecanismos de representación que abrevan en una determinada lógica temporal. Lo que hace pensar, por decirlo de alguna forma, en un actor circadiano, testimonio de los cuadros perceptivos propios de una forma de vivir. Y un actor que transgrede tales acompasamientos, y que es de imaginar no sólo como agente pos-representativo, sino pos-sensible. Un operador post-biológico, un alterador al servicio de la ruptura de las unidades psicofísicas que conocemos. Un malversadore de las mismas; un literal torturados.
Hasta acá sabemos de lo natural que desde un escenario sea propicio (y posible) una comunicación, un lazo orquestado por ritmos, por pulsos, por compatibilidades sensibles devenidas de ese patrón perceptivo. Una de esas alteraciones, según el inquietante estudio de Crary (’27/7′) , pasa por la intensificación de la instrumentalización de los tiempos de las personas, los cuales se identifican a una creciente y cada vez más necesaria vigilia. El hombre, la mujer, ya no son tan dueños de tiempo, como para suponer que puedan perderlo durmiendo, según emblematiza su magnánima eficacia André Breton, con aquella frese en su dormitorio: «no molestar, poeta trabajando». A esto llegamos, que un escenario también es la lucha por los relojes de la vida.