Mirada de Zebra

El actor de Stalin

Se llamaba Mikheil Gelovani. Nacido en Georgia, quienes lo vieron actuar en los inicios de su carrera decían que apuntaba maneras de buen actor. En teatro destacaba por los papeles románticos y cómicos, y en el cine también se hizo un pequeño hueco como actor y director. Dicen de sus películas que despuntaban una originalidad particular, eso que hoy con cierta ligereza llamamos lenguaje propio. Todo cambió en 1938, cuando Stalin vio la película en la que Gelovani interpretaba su papel. Al ver al apuesto actor, el líder ruso quedó entusiasmado. A Stalin le gustaba más la imagen que Gelovani proyectaba en el cine sobre él, que la que él mismo proyectaba en la vida real. Por eso a partir de aquel año, fuertemente aconsejado por Stalin –ya se sabe que en los regímenes totalitarios muchas obligaciones se disfrazan de consejos fuertes– Gelovani se dedicó casi en exclusiva a interpretar el papel de Stalin en numerosas películas.

Y fue así como, durante casi doce años, este actor georgiano se convirtió en el sumiso espejito mágico de Stalin, en alguien capaz de borrar muchos de los defectos del llamado «hombre de acero». La leyenda dice que el actor pasó largo tiempo con el mandatario ruso estudiando meticulosamente cada uno de sus rasgos, pero lo cierto es que sólo coincidieron en vida una vez. No es de extrañar, pues si a Stalin le convencía la interpretación de Gelovani era precisamente porque no se parecían tanto. Para empezar, Gelovani era significativamente más alto que el escaso metro sesenta que medía Stalin (y aquí imagino que se preguntaran, ¿cómo pueden caber tantas ideas deleznables en un cuerpo tan pequeño?). Su piel era tersa, brillante, sensiblemente más agradable que la de Stalin, quien apenas podía disimular los cráteres de la viruela allí donde debía crecer la barba. Además, Gelovani no lucía una papada tan abombada, algo que preocupaba sobremanera al dictador, que en todas sus fotos oficiales se afanaba en alzar el mentón para alisar su colgajo, lo que a la postre le daba ese aire de prepotencia y despreocupación. Y sobre todo ello, el actor conseguía irradiar en la pantalla una sensatez y una coherencia que Stalin no poseía en vida. Podríamos decir, concluyendo, que Gelovani fue para el caudillo ruso una especie de Photoshop antiguo aplicado al cine, una perfecta maniobra para que el mundo le viera como le hubiese gustado ser y no como realmente era.

El trabajo del actor georgiano estaba inmerso en el habitualmente llamado «culto a la personalidad del líder», una estrategia que orquesta los medios de comunicación y diferentes métodos de propaganda para crear una imagen idealizada del mandatario de turno, lo que permite que el bendito pueblo lo admire y adule sin rechistar. Aunque de forma más o menos velada el culto a la personalidad es algo que pone en marcha cualquier político de alto rango que se precie, esta estratagema se vuelve prominente en los regímenes totalitarios. En ellos no sólo los medios de comunicación, sino todas las herramientas que el Estado tiene a su alcance, el arte incluido, se utilizan indiscriminadamente para engrandecer la imagen del líder y su doctrina. De ahí que los regímenes totalitarios del siglo pasado, a pesar de sus divergencias, muestren una característica común: el arte, al estar sometido a los designios del poder, se empobrece de tal manera que difícilmente deja nada para la posteridad. El caso de Stalin es probablemente el más llamativo, pues cuando accedió al poder en el período posterior a la Revolución de Octubre, Rusia vivía uno de los momentos de mayor efervescencia artística que se recuerdan. Los Meyerhold, Eisenstein, Maiakovski, Malevich habían dejado obras memorables. Fue un arrebato creativo irrepetible, que Stalin cercenó sistemáticamente hasta convertir el arte ruso en un simple espacio de tributo hacia su propia persona.

La historia no lleva a engaño. El arte cuando crece lo hace al otro lado de la franja, lejos de donde está el poder y, como las malas hierbas, vive en el instinto de resistencia, en la necesidad de acechar y debilitar todo aquello que viene impuesto por orden ajena.

A estas alturas de la página se preguntarán qué fue del bueno de Gelovani. Pues bien, una vez murió Stalin en 1953, no volvió a interpretar ningún papel. Su imagen estaba tan asociada a la del líder soviético que nadie se atrevió a ofrecerle ningún personaje más. Gelovani murió tres años después en medio de la indiferencia. Para su desgracia y en una cruel paradoja, lo hizo el mismo día del cumpleaños de Stalin. Ni siquiera los más acérrimos seguidores del hombre de hierro se acuerdan hoy de su muerte.


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