El arte de la comedia/Eduardo de Filippo/Teatro de la Abadía
Prodigioso elenco
Obra: El arte de la comedia – Autor: Eduardo de Filippo (1964) – Traducción: Ana Isabel Fernández Valbuena – Intérpretes: Enric Benavent (Oreste Campese), Markos Marín / Luis Moreno (Armando Veronesi, guarda), Lidia Otón (Palmira, dueña del bar), Pedro Casablanc (Excelentísimo De Caro, Gobernador), José Luis Alcobendas (Giacomo Franci, secretario del Gobernador), Jesús Barranco (Quinto Bassetti, médico), Joaquín Hinojosa (Padre Salvati, párroco), Lola Manzano (Lucia Petrella, maestra), Ernesto Arias / Cipriano Lodosa (Un montañés), Palmira Ferrer / María Miguel (Su mujer), Diego Galeano (Girolamo Pica, farmacéutico), Óscar de la Fuente (Sacristán) – Dirección, Escenografía e Iluminación: Carles Alfaro – Vestuario: María Araujo – Ambientación musical: José Manuel Gutiérrez – Producción: Teatro de la Abadía.
No tuve ocasión de ver esta función en el momento de su estreno en febrero de este año en el teatro de la Abadía celebrando el decimoquinto aniversario de su inauguración. De modo que, atraído por el gran éxito de público que constituyeron aquellas representaciones, me he acercado ahora al teatro Español, donde se está reponiendo a lo largo de todo este mes de julio, preguntándome cuáles son las razones que mueven al respetable a interesarse por una obra teatral que, al menos sobre el papel, no presenta demasiado interés. Para empezar, El arte de la comedia, estrenada en Nápoles por Eduardo de Filippo en 1964, parece a primera vista más falsa que un billete de mil euros. No nos sorprende, de entrada, con ese poso de humanidad que rezuma de inmediato de otras comedias suyas, como son Con derecho a fantasma, Filomena Marturano o Sábado, domingo, lunes, y que procede tanto de su profundo conocimiento del ambiente popular de su Nápoles natal como de la maestría y el arte que demuestra para trasladarlo a la escena, sino que se presenta como una farsa, tirando a bufonada, que está deliberadamente escrita para que el público se parta de risa mediante el uso de toda la extensa gama de trucos que el arte de Talía siempre tiene dispuestos para la ocasión: situaciones equívocas, diálogos de doble sentido, lógica dislocada, personajes excéntricos, conductas estrafalarias, etc, etc, etc.
Claro que toda comedia bien escrita, incluso la más disparatada, destila siempre algo de pensamiento y hay que reconocer que El arte de la comedia no se queda corta en este aspecto ya que en ella se habla, ni más ni menos, tanto de la función social del teatro como de la condición humana de sus gentes. A ambos temas les dedica de Filippo el comienzo de su obra, condensando el segundo en el monólogo inicial de Oreste Campese, el director de esa compañía familiar de cómicos de la legua a quienes se les acaba de quemar la carpa en que actuaban, y el primero en la conversación que mantiene el actor con el Excelentísimo Gobernador De Caro al tomar éste posesión de su cargo en la inhóspita ciudad de provincias en la que se desarrolla la acción. Justo es decir que, desde el punto de vista teatral, entrevista y monólogo son, por retórico el uno y discursiva la otra, las dos partes más endebles de la obra, aunque los forofos del teatro no podamos dejar de reconocer que la cháchara de Oreste con el Gobernador tiene su miga.
Lo que quiere el Gobernador es pasar un buen rato mientras desayuna con el viejo actor – ya se sabe que la gente del teatro es muy amena – y recuerda los viejos tiempos en que él hizo teatro – una obra de Gabriele d´Annunzio – en la facultad. Y lo que quiere Campese, claro está, es que el Gobernador le eche una mano para reparar en lo posible la desgracia que le acaba de ocurrir. De modo que las consideraciones teóricas de De Caro sobre la decadencia del teatro, la ausencia de nuevos autores, el auge del cine y el consecuente abandono del público teatral – temas, como se ve, de permanente actualidad en lo que se refiere a la farándula – así como su encendido alegato sobre el dinero que el Gobierno pone a la disposición del arte escénico para que no se hunda del todo, se dan de bruces con la actitud reservada de Campese, preocupado tan sólo por cómo hallar remedio a sus problemas. Hasta que estalla: pues claro que el teatro italiano no va bien, pues claro que no se montan más obras que las de un repertorio envejecido, pues claro que los jóvenes autores no hablan de los temas de la calle… Porque el poco o mucho dinero que el Estado pone sobre la mesa para el sustento del teatro está mediatizado por toda una caterva de intermediarios – empresarios, productores, programadores, consultores, gestores – cuya única función es conformar la escena a imagen y semejanza del Poder. ¿Acaso no suena a hoy lo que de Filippo decía ayer?
Naturalmente, Oreste y el Gobernador no salen muy amigos de la entrevista, hasta el punto de que Campese le amenaza al marcharse con enviarle a todos sus actores por turno supliendo la personalidad de las visitas – el médico, el cura, la maestra, el boticario – que se han apuntado a dar el cabezazo en su primer día de audiencia. ¿Serán capaces sus intérpretes de suplantar a las fuerzas vivas de la provincia? Los personajes que a partir de ahora desfilarán por el despacho del Gobernador, ¿son reales o una pura entelequia? ¿Es el mundo un teatro o el teatro contiene todo el mundo? Aquí es donde en verdad comienza la comedia y el público se empieza a divertir a lo grande.
Porque es aquí donde se desvela toda la sabiduría de aquel gran artista y profesional del teatro que fue en vida Eduardo de Filippo. Enfrentado a una crítica del poder – no de ese mayestático que se concentra en un fantoche (un rey, un papa, un militar o un dictador) sino de ese otro, mucho más letal y más rastrero, que ejerce la Administración a través de sus altos cargos, cuadros medios, funcionarios, administrativos y ordenanzas – no se le ocurre mejor método para llevarla a cabo que tirar de un género tan directo y efectivo como es el de la commedia dell´arte (no en vano se titula la obra el arte de la comedia). Una commedia dell´arte puesta al día, a lo Goldoni, sin máscaras ni caracteres fijos – a no ser que el médico, la maestra, el cura y el boticario hayan venido a sustituir a los personajes ya arquetípicos de Arlequín, Colombina, el Doctor o Pantalone – pero igual de trepidante en su continuo fluir de entradas y salidas, conversaciones entrecortadas, juegos de palabras y golpes de efecto que, siempre subrayados por una expresión corporal y un lenguaje gestual exuberantes, colman de enjundia y vida la aparente vacuidad de la peripecia. Sin olvidar el tenue aire pirandelliano en el que se desarrolla toda la trama, desde el episodio de la maestra Lucia Petrella, que vive atormentada por creerse causante de la muerte de uno de sus alumnos que nunca figuró en el registro (¿o sí?), al propio desenlace de la comedia cuando tanto el Gobernador como nosotros, los espectadores, nos quedamos sin saber si lo que hemos visto en escena era lo vivo o lo pintado.
Una obra de estas características no funciona como lo hace ésta si no está interpretada por un magistral plantel de actores. Para conseguirlo, el teatro de la Abadía fue especialmente selectivo a la hora de escoger a los intérpretes; quería que hubiesen pasado por sus tablas en estos sus quince años de vida pero también que estuviesen entre los mejores. Y aunque todos tienen que ser excelentes si no se quiere que un solo borrón arruine la factura de toda la obra, cabe citar especialmente a Enrìc Benavent en el papel de Oreste Campese, Pedro Casablanc en el del Gobernador, José Luis Alcobendas en el de su Secretario, Jesús Barranco en el del Médico o Joaquín Hinojosa en el del inefable párroco comedor de castañas asadas. Todos excelentemente dirigidos por Carles Alfaro, que logra con esta puesta en escena uno de sus mejores trabajos (aunque, como escenógrafo e iluminador, debería haberle puesto un amago de fuego a esa humilde estufa de leña que calienta el gélido despacho del Excelentísimo De Caro).
También el Español de Mario Gas está de enhorabuena esta temporada en lo que se refiere a los elencos que se van presentando en sus diversas salas. Baste con recordar, sin ir más lejos, los del Glengarry Glen Ross de Veronese o el, aún tan joven, de La función por hacer de Miguel del Arco. Son estos conjuntos de soberbios actores los que constituyen, sin duda, los fundamentos de todo el edificio teatral. Y es que el público se las sabe todas y por eso acude a ovacionarlos: sin ellos no hay teatro, por muchas cuartillas que se escriban en un despacho o muchas artes decorativas que se exhiban sobre un escenario.
David Ladra