Zona de mutación

El arte de tomar distancia

Para Hans Blumemberg el ‘artista del tomar distancia’ es el espectador. La esgrima del actor pasa por evitar esa puesta a cubierto, en un juego de cóncavo-convexo fluctuante si se tiene en cuenta que a su vez, el actor, guarda una reserva, «un ruido secreto» que como en la obra de Duchamp, bastará que el espectador sacuda para tener la certeza física de su existencia. Para crear esa distancia hay intuitivos e intelectuales, por no decir sinceros y premeditados. Hay una psicología de platea, como no sea la más simplista del buen burgués que ve legítimo echarse una siestita en plena ópera. Hay estrategias de palco, como las hubo de patio propensas al arrojo de huevos, tomates, cuando no de algún escupitajo. La emboscada de un espacio no convencional, es favorable a desarmar el cuadro psíquico dominante de quien hace de la distancia una fuente de poder. Cuántos animales, ante el intento extraño de captura o simple contacto, segregan flujos defensivos sobre la piel del indiscreto, hasta causarle irritaciones que van de lo inocuo al riesgo mismo de la vida. La platea es el ojo de la aguja. Si el hilo no pasa por él, no hay hilván. Así es que, dejarse estar, adormilarse, pensar en otra cosa, gustar de un espectáculo pero decir lo contrario, son el carcaj de estiletes cargados con los más diversos venenos de diseño. No sólo hay que hablar de estados de abotagamiento, sino de verdaderos apostamientos bélicos: reirse un poco del oficio por parecer ‘otro’ del actor, de su pretendida credibilidad. Sus resoluciones perceptivas caprichosas conllevan la intención de herir de distintas formas: «a ver que tienes para darme», «se te ve tan ridículo fingiendo que sufres», etc, etc. Tanto es así, que si le gusta o no lo que ve, es un acto de suma arbitrariedad y contingencia. Mejor decir, el gusto se negocia. En este campo, mejor el ‘nunca digas nunca’. Al fin, la identificación y todas esas transigencias del espectador, no son óbice para que el acto privativo de ejercer el más libre parecer, constituyan una punzante arbitrariedad. El teatro de participación del público, en un sentido pretende desarmar ese poder del falso paternalismo de instar por el derecho del espectador a bajar a la escena. La estrategia de araña de los emisores por anular la distancia puede ser una osadía como una inconfesable cobardía: miedo literal al público. Pánico escénico. Dicha presión se expresa por el horrísono sonido de las monedas en las alcancías. Es una presión en metálico: hemos pagado, esto es, comprado derechos. Cuando la estrella es el espectador y la escena es vasalla, los conformismos dan cuenta en los escritos de los críticos, en los sistemas perceptivos condicionados, que la violencia de mercado planta su bandera a través de «el cliente siempre tiene razón». El magnetismo insondable de los Valentino, de los Brando, de las Garbo, crea su propia telaraña de misterio, lo que equivale a una ‘distancia’, con cuya inatrapabilidad, harán explotar los engranajes de los mecanismos de control. Cuando el público adquiere el mismo rango de seducción, sin que esto necesariamente deba pasar por el dinero de la compra, pueden poner a lamer pisos al actor más pintado. Aunque también hay que contar cuando el actor se distancia de la espectralidad de la propia forma autoconstruida para la escena, sobrecogido por el efecto siniestro de la máscara. Ahí decimos que a un actor le cabe el femíneo y exclusivo destino de los úteros, cuyo precio lo dicta la intransferibilidad matérica (mater) de su alumbrar en el instante, en la presencia absoluta. El actor no se cuenta, se ve. Lo que el actor cuenta semeja al mito del payaso triste, pero esa tristeza, aunque parezca duro, es irrelevante a los fines del sentido de su función. Esto último podría ser refrendado con aquello de: «el espectáculo debe continuar». Lo que en definitiva significa que tal tristeza no existe. Esa tristeza es un resto, tal como decir: «¿qué queda en los espejos después que nos miramos en ellos?» Ese resto es un fuera de dimensión, un ‘fuera de’ que releva al público del deber ético de pensarlo. Ese ‘fuera de’ no le duele a nadie, salvo al actor mismo.

Lo importante de la doble distancia en tensión, la del actor-la del espectador está cuando el equilibrio de fuerzas de ambos espacios, se rompe.

Cuando Blumemberg dice que: «el espectador de teatro puede despojar al juego de toda su seriedad, para ser en su mundo cualquier otra cosa menos espectador», indica que mucha de la magia escénica no se monta sino para arrebatar el poder a la platea. Uno de los escamoteos es hacer pasar la disputa de los campos perceptivos como inocentes juegos de imaginación. El designio del actor que lucha por la hegemonía de la distancia escénica, se origina extramuros.

El arte de la hipnosis y sugestión, que algunos actores ejercen sobre su público, se dirige a succionar por la ilusión el fantaseo espectatorial. El juego de las distancias es una administración de los espacios de toque, de trasmisión, de comunión. Un desafío al homo ludens que territorializa sobre los páramos del no-ser.


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