El artista criminal
El personaje de nuestro título es el que delinque rompiendo las reglas, pero que en realidad cobra dimensión como condenado, como víctima de un castigo, real y concreto a veces, o de dimensiones metafísicas, otras. El artista criminal, frente a un criminal común, hace pensar en lo desproporcionado de su transgresión, si se la mide en relación a su condena. Ningún delincuente como el artista criminal, practica la teología negativa de hacer ver por contraste, por todo lo que no es frente a la sociedad. La doblez del procedimiento, su clave paradojal está en desocultar la estructura hipócrita del propio sistema que lo sanciona. Su destino, en mérito a tal doblez, es teatralmente trágica como no lo es ninguna otra tragedia contemporánea. Cuando eso ocurre los críticos o los colegas en actitud crítica, suelen expresar que en dicha actitud ‘en contra’, y además estetizada, hay una voluntad de renovación, lo que no redunda en otra cosa que en escamotear su perversa necesidad de ‘mal’.
Esa rebeldía no es una voluntad de arte sino una carga contra la sociedad. Su paradigma: Jean Genet. Un artista así no busca comprensión, sino que se atrevan con él, para confirmar que los tiene de adversarios. El arte está lleno de esta maldad. De esta necesidad de hacerle un daño moral al enemigo. El niño Genet, el loco Artaud, el mozalbete Rimbaud, no quieren tregüitas conmiserativas, sino crueldad pura. No actitudes bondadosas o compasivas, ni la comprensión que ejercen los hermeneutas del dolor. Artaud sufría espantosos retortijones por la voluntad de ayuda que veía a su alrededor, por la voluntad de comprensión que potenciaba sus malestares.
Es común, desde ciertas perspectivas que no anulan las tendencias políticas, que se aluda a la inseguridad social e individual que se sufre en el interior de los países (por causas en verdad complejas, difíciles de enumerar acá), a la que se combate ya con piedad (pseudo)progresista ya con policía de derecha, anteponiendo apotegmas como ‘tolerancia cero’ que desnudan en su represión totalizada, el peligro de barrer a mansalva con todos los matices de la diferencia y diversidad. De aquellas dos opciones, si ninguna ha llegado a nada es porque no han demostrado ir sobre las causas, que en un santiamén ponen a una comunidad organizada, a funcionar con los mecanismos primarios de la horda. Con debates psicológicos admonitores no se cura lo que en la cabeza del delincuente es un destino que él siente como una cifra ineluctable, a la que sólo podrá oponer la fuerza flamígera de su rebeldía.
El artista criminal no quiere comprensión, sino certificar en el espejo social que su rechazo existe, con el que aspira a machacar la moral correcta que tiene enfrente. Genet dice que las penitenciarías, los reformatorios, son la proyección en el plano físico del deseo de severidad enterrado en el corazón de los jóvenes criminales. Los criminales sueltos buscan conformar una sociedad sin perdón, inclemente. Un toma y daca descarnado. Es la proyección, en la pantalla social, de su destino. El criminal se guía con su voluntad de mal, sabe que lo tratan de reinsertar y se rebela a ello. Pero el celador, el censor, el psicólogo, el sacerdote, operan como si el criminal no lo supiera. El artista malo, maldito, criminal, aborrece los sermones, los críticos que lo explican con detalle, porque se siente de-sustancializado, vaciado de sus secretos y trampas, y se avergüenza. Y por esa vergüenza es capaz de matar. Este artista, la noche que le otorgan un premio, de regreso a su madriguera suele hacer o pensar cosas espantosas e irredimibles. Se siente obligado a funcionar por desprecio, lo cual lo rebela en tanto está compelido a operar reactiva y no activamente. Sabe que buscan limarle las aristas, las puntas, los filos; biodegradarlo, castrarlo. Buscan hacerlo un artista romo, un ser humano inocuo, normal. Es el signo de la reinserción: la mentira de su esencia. Es lo que sintió Genet cuando Sartre publicó aquel tremendo libraco, extensísimo, titulado San Genet.
El represor/censor busca prescindir del ser que sabe lo que hay que hacer para ser aceptado, como de que es deliberado su rechazo. El Bien y el Mal dependen de su decisión, de su intención. El moralista no busca esa decisión sino imponerle su Bien. Lo que recoge son tempestades.
Para terminar: el artista criminal es un soldado avant la lettre que preanuncia un mal no dramático, monológico, solipsista, como puede ser el tenor criminal de los asesinos escolares que teatralizan sus matanzas, parodiando en una estética de shock-art lo que es una parodia per se: el vídeo-juego. Si la performance de muerte lleva la banda de sonido de cierto rock internacional, satánico o al menos lo suficientemente ambivalente como para operar en una zona de borrosidad interpretable (Marilyn Manson, Rammstein, KMFDM), queda claro que ya no hay lucha por el sentido, que la metáfora ha muerto. En el país donde las cosas son lo que son, la literalidad es el signo de una vuelta al origen donde impera la ley del más fuerte, donde el lenguaje hace lo que dice. La retracción de la interpretación es la retracción del signo flotante sin referencia al hecho, fin de la ‘caza’ de un significado por la interpretación. El signo abate vuelo y ya no alimenta la sugerencia entre mente y mente de los intérpretes. El lenguaje se performatiza por una experiencia. Uno conmoviendo la referencialidad conmueve el sentido. Como decía Uexküll, para conocer el objeto, lo atacamos. Si es una manzana, la mordemos. Si es un puff, nos tiramos sobre él. Hacemos la experiencia y luego inventamos o construímos un lenguaje. Wittegesntein dice: “el hombre posee la capacidad de construir lenguajes, con lo que puede formularse cualquier sentido sin que sea preciso tener una idea de cómo y qué significa cada palabra”. El lenguaje inviste los pensamientos. El desmontaje como no-representación no anula la representación sino que recupera ese derecho del nombrar original. Sólo decir espacio-tiempo, la doble dimensión ya produce un significado. Sólo prender la luz en el vacío escénico alcanza para que reverbere el significado de ese vacío. Prender la luz sobre el mismo, es un acto de responsabilidad (o irresponsabilidad). Todo nombrar supone un deseo, una consumación y una extinción. El deseo es tragado por el propio vacío que hay en el objeto (hecho) sin nombre. La extinción del deseo ocurre cuando ese vacío libera al objeto tal cual es.
Toda capacidad de nombrar arrastra otra: la de desnombrar.