El cazador de instantes (Parte I)
Cuando recurrimos a los textos de los grandes teóricos del teatro en busca de alguna ley universal o de alguna recomendación especialmente brillante que ponga luz en nuestra práctica, generalmente nos sentimos defraudados. El buen maestro sabe que un consejo para que sea útil debe ser flexible y mutable, sabe que debe ejercer las veces de un pequeño amuleto para situaciones y adversidades muy diferentes. Cualquier consejo que devenga en dogma, que se anquilose como receta de emergencia para cualquier vicisitud, puede volverse en contra. Un consejo convertido en resorte automático crea en quien lo utiliza un entramado de inercias, le habitúa a no pensar por su cuenta y, finalmente, hace sus respuestas mecánicas, desarraigadas y, sobre todo, ineficaces. En consecuencia, lo usual es que en los discursos de los grandes maestros abunden metáforas polisémicas, fábulas sin moraleja aparente o intuiciones difícilmente aplicables. Son palabras que prenden la imaginación pero que se hacen humo a la hora de afrontar los problemas pragmáticos de una creación.
Hay, sin embargo, en el legado de la mayoría de los maestros de la actuación, una frase-faro que parpadea constantemente con independencia de las técnicas y las estéticas, y que deja poco espacio para la ambigüedad. Dicha frase podríamos sintetizarla así: “el actor debe vivir aquí y ahora cada instante”.
Con independencia del estilo escénico, ya sea entrenando, en ensayos o en actuación, el actor tiene una premisa, una precondición que debe asumir como verdadero estado de su oficio: cada instante, cada situación imaginaria o real, surja espontáneamente o haya sido re-visitada hasta la extenuación, debería vivirse como algo único, irrepetible, sin precedentes. Pero cuidado con interpretaciones desafinadas: esto no significa que el actor deba magnificar cada momento, ni que infle sus acciones con una importancia superflua, ni tampoco que haga trascendente cada detalle. Significa algo que se explica fácilmente pero que raras veces se logra: estar presente momento a momento, instante a instante. Es ser permeable a los acontecimientos, permitir que las circunstancias de cada tiempo y lugar, preparadas o accidentales, vengan del exterior o de uno mismo, penetren en la presencia del actor revitalizándola.
Decía Oteiza, el escultor, que la palabra “arte”, siguiendo la etimología del euskera, significa “trampa”. Por tanto el artista es tramposo, hacedor de trampas, es decir, cazador. En la Prehistoria, continúa Oteiza, el artista sería no sólo cazador de animales, sino también cazador de protecciones, cazador de Dios, cazador, en definitiva, del ser instintivo. Trasvasando este discurso al nuestro, podríamos decir que en teatro el artista debería ser un cazador de Instantes. Instante (con mayúscula intencionada) para significar aquella acción o situación escénica especialmente vívida que se adapta orgánicamente a las circunstancias concretas del lugar y del tiempo en el que surge.
En el Instante, en un “aquí y ahora” que el actor vive, no hay división cuerpo-mente. No se piensa en mostrar, se acciona con el resorte del instinto. No se hace como que se hace, se hace. No se representa, se hace presente. Toda técnica del actor debería tender trampas para capturar Instantes. Es la premisa para que el espectador caiga en la ilusión de considerar inédito algo que se ha gestado a través de múltiples repeticiones.
Si miramos a los maestros de la interpretación que operan en las coordenadas del realismo, esta premisa resulta evidente. Stanislavski se refería frecuentemente al oficio del actor como “el arte de la vivencia”. Según su principal premisa, el actor debe vivir de forma veraz y sincera cada momento de la vida del personaje. Llevado a nuestra disertación podríamos decir que el arsenal técnico desarrollado por el maestro ruso pone en manos del actor una serie de herramientas que facilita la captura de Instantes.
Los continuadores de Stanislavski, al menos en el terreno del realismo, buscaron estrategias de entrenamiento actoral diferentes a las de su predecesor, pero el arte de la vivencia fue siempre la meta común de todos ellos. Pongamos el ejemplo de Sanford Meisner, uno de los pedagogos americanos de mayor talento, cuyas teorías pueden leerse como un compendio de procedimientos para enseñar al actor a reaccionar de forma veraz e instintiva en las circunstancias de cada momento.
En estas técnicas para actores realistas, como la de Stanislavski o Meisner, es frecuente encontrar una estrategia que el teatro ha desarrollado desde hace tiempo para perseguir el Instante: la improvisación. En dichas técnicas, la improvisación aparece generalmente en las primeras fases del proceso creativo. Estas improvisaciones, como maniobras para cazar lo que no se prevé, permiten construir las acciones desde la viveza que ofrece la inmediatez. La esperanza es seleccionar, por medio de infinidad de improvisaciones y un riguroso proceso de filtrado, aquellos momentos más lúcidos y vivos, hasta llegar a una composición escénica que, entonces sí, ya puede ser repetida. Dicha composición debería guardar la doble valencia de ser reproducible para el actor pero imprevisible para el espectador.
Si miramos a latitudes estéticas opuestas, a las coordenadas no realistas, hallamos una manera diferente de afrontar la captura del Instante. Hablamos de teatros que hacen de la partitura física y vocal del actor su mayor valor artístico, como los teatros tradicionales de Oriente, o los teatros de Meyerhold, Decroux, Grotowski o Barba, por ejemplo. Todos ellos diseñan acciones con extrema precisión, crean en la voz y en el cuerpo formas herméticas en apariencia que deben cobrar vida en el calor de la interpretación. En estos teatros la improvisación puede adquirir formas muy diversas, pero en el momento de accionar la partitura vocal y física alcanza un valor especial. Meyerhold lo dijo claramente:
“Los buenos actores improvisan siempre, incluso en los límites del diseño más preciso de la puesta en escena” [1].
El actor juega entonces la aparente contradicción de tratar de ser libre en la fijeza de una serie de movimientos auto-impuestos. La clave está en que esa secuencia de acciones o “kata”, como dirían los japoneses, no sólo no impide la vivencia o la espontaneidad, sino que está diseñada precisamente para posibilitarla. Pero para ello el actor debe ser sensible, receptivo, flexible, debe evitar caer en la mecanización, en la pura repetición, en pensar que la partitura lo hará todo por él. En definitiva, debe estar preparado para capturar Instantes. Ryszard Cieslak, actor emblemático de Grotowski durante su etapa del Teatro Pobre, nos ofrece su visión particular a través, cómo no, de una metáfora:
“La partitura es como un vaso dentro del cual está encendida una vela. El vaso es sólido; puedes estar seguro de que está ahí. Contiene y guía a la llama. Pero no es la llama. La llama es mi proceso interior de cada noche. La llama es lo que ilumina a la partitura, lo que los espectadores ven a través de la partitura. La llama está viva. Así como la llama en el vaso se mueve, se agita, sube, baja, casi se apaga, de pronto brilla con intensidad, responde a cada ráfaga de viento, así mi vida interior varía noche a noche, momento a momento. La manera en que siento una asociación, el sentido interior de mi voz o un movimiento de mi dedo. Comienzo cada noche sin anticipaciones. Esto es lo más difícil de aprender. No me preparo para sentir algo. No digo: `Anoche esta escena fue extraordinaria, trataré de hacerlo otra vez´. Sólo quiero estar receptivo ante lo que suceda” [2].
Se asume, como apunta Cieslak, que el Instante tiene una naturaleza intermitente, impredecible, que muchas veces no responde a la ley de la causa-efecto. Y, sin embargo, el actor debe prepararse constantemente para estar en disposición de capturarlo. Es la paradoja que acompaña al actor desde tiempo inmemorial: persistir en la caza de una presa que sabe que es efímera.
[1] Gladkov, Aleksandr. Meyerhold speaks. Meyerhold rehearses. Edición y traducción de Alma Law, Harwood Academic Publishers, Amsterdam, 1997, p. 161.
[2] Tomado de una conversación personal entre Cieslak y el director y teórico norteamericano Richard Schechner: Schechner, Richard. El teatro ambientalista. Traducción de Alejandro Bracho, Árbol Editorial, México, 1988. pp. 374-375.