EL CEMENTERIO DE AUTOMÓVILES. C.D.N.
OTRO ARRABALESCO
(El cementerio de automóviles, Fernando Arrabal. C. D. N.)
En su cuento titulado La autopista del sur (de Todos los fuegos el fuego), Julio Cortázar ponía el punto final en boca de un conductor -identificado con su coche, “el 404”-, con la nostalgia por el gran atasco que lo había vinculado a otros seres durante varios días, al reanudarse de nuevo la circulación: “por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos sin que nadie supiera nada de los otros, donde todo el mundo miraba fíjamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante”.
De signo diametralmente opuesto a éste es, sin embargo, el atasco definitivo del que se verá preso el protagonista de El cementerio de automóviles de F. Arrabal.
TEATRO JUVENIL APTO PARA TODOS LOS PÚBLICOS o ASÍ QUE PASEN 50 AÑOS
Habitual del repertorio escolar progresista, Arrabal vuelve ahora a los escenarios españoles con otra obra apta para menores, El cementerio…, concebida tanto en la escenografía como el tema por un menor de edad – un chaval de 18 años- y escrita en versión definitiva por un veinteañero -un enfant terrible-, que bien podría estar dirigida hoy en día a un público adolescente -y no es gratuita la edad de un autor joven a la hora de conectar, generación tras degeneración con el público juvenil-.
Arrabal compuso hace ya casi medio siglo en El cementerio de automóviles un “auto sacramental de la pasión y muerte de Jesús” para espectadores laicos, tal vez porque la Historia (Sagrada) también se repite en forma de farsa (profana), y que, representado en el abismo abierto entre dos siglos, cuando las trompetas del Juicio final proclaman la muerte de la Historia, se reviste de características de profecía milenarista con su sacrificio de la inocencia en tiempos de la Muerte de la Moral.
INTROIBO AD ALTAREM REI. ÍTEM, MISSA EST
De ese carácter de anticipación dice mucho la concepción en el Madrid de los 50 -en los años del “Haiga” o el “huevomóvil”a ritmo de “adelante, hombre del 600”- de un cementerio de “automóviles americanos” de la aldea global, de un vertedero irreciclable de chatarra postindustrial, del gran atasco residual y definitivo de una caravana de la muerte, “okupado” por supervivientes de la Autocracia capitalista y el autoritarismo del Poder, víctimas y verdugos automatizados, tristes trogloditas inmovilizados en un desierto de Arrabal, Reino de los Muertos – Valle de Josafat neoneotestamentario- en el que un músico ambulante, Cristo heterodoxo y arriano -la doble naturaleza de su modelo canónico brilla por su ausencia en esta renovada “naturaleza muerta”-, “mesías” sin Dios crucificado por obsequiar a los pobres su música celestial-melodía de Arrabal-, predicador de un memorístico catecismo del Bien en el baldío de la autodestrucción, sol crístico -Él es Emanu- ejecutado en el solar desolado por las fuerzas del Orden el día de autos, en un Triunfo del Carro -del auto- de la Muerte pergeñado por un evangelista apócrifo -un autor de culto- y celebrado como un ritual catártico y tribal frente al eremitorio del patio de butacas de un teatro-cárcavas de una silente parroquia esenia ante el retablo del escenario-.
TEATRO DE VARIEDADES o ESPECTÁCULO TOTAL
Para ello El cementerio de automóviles se hace eco en su puesta en escena de las vanguardias de Entreguerras y, si ya la escenografía es futurista para su época, el estilo de los diálogos oscila entre lo naïf y el teatro del absurdo, con sus aires de music-hall y ciertos guiños cinematográficos -el mutismo de Foder en una parodia de Harpo Marx-, espectáculo total no exento de cierta vis cómica epatante, como la tajante solución a la injusticia social -”lo que tendríamos que hacer para que los pobres dejen de sufrir es matarles a todos”-, en la que resuena el expresionismo de Valle-Inclán en boca de Max Estrella ante el preso catalán en Luces de Bohemia: “exterminar al patrón, aun cuando para ello se extermine también al proletario”.
LA PARADA DE LOS MONSTRUOS
Y mortal sin red a que se ve sometido Emanu -saltimbanqui de un tutilimundi de tamaño natural que terminará hecho un ecce homo- por sobre las capotas de los utilitarios inutilizados -titiritero, halehop, de feria en feria-, parodia neta de un proceso policial que imita a su vez el “paseo inquisitorial” que remedara la pasión y muerte de Cristo-grotesca parodia múltiple al infinitum-, tiene mucho de espectáculo circense en una sola pista -autopista al cielo- en la que se ofrece el variado espectáculo del ars amandi donde se invierten los roles de dominación entre clases sociales y sexos -origen de toda explotación-.
Número de domadores, la relación entre Milos y Dila, mayordomo y gobernanta, que alternan sus relaciones sadomasoquistas -de ama a“fierecilla domada”, de amo a “sirviente”- con intercambio de papeles que evidencia a latigazos la amoralidad de un juego que responde al tópico folclórico y carnavalesco del mundo al revés -y en el que los criados son dueños y señores y el sexo será su relación primigenia de dominio-; y “el más difícil todavía”del entrenamiento físico ad nauseam de Lasca y Tiosido -obesidad y anorexia en idéntico juego invertido de dómina y siervo-, de amor -”Lasca” y “Milos” remiten etimológicamente a la raíz de “amar” en lenguas eslavas-, como espectáculos de poder y sumisión representado ante espectadores sin más identidad que los números de su localidad -“coches 1, 2,3,4 y 5”-, voyeurs encerrados en su autismo -sin otra expresión que frases de automatismo psíquico y la atonalidad de toques de claxon para sus “instintos básicos”-, los “medios seres” que prefiguran el aislamiento apocalíptico de la civilización audiovisual -sin otro medio de comunicación con el mundo que retrovisores, catalejos o prismáticos…-. EL MAYOR ESPECTÁCULO DEL MUNDO Pero donde El cementerio de automóviles alcanza el carácter de una función de circo es en la relación entre los tres músicos ambulantes encabezados por Emanu, el trompetista de 33 años -intérprete de su particular “balada de la trompeta”-, una troupe de clowns cuya expresión corporal marca el compás con un intercambio de besos -de Judas/Topé, clarinetista- y sopapos -al payaso de las bofetadas, Emanu- en una parábola de consagración del amor a los hombres, y a las mujeres, como lo demuestra la entrega del cuerpo -y la sangre- del trompetista a María Magdalena/ Dila, en el ágape que antecede al thanatos a manos de ambos agentes motorizados -Lasca y Tiosido-, presa de miedo pánico, vendido por Topé y negado por Foder, y cuya resurrección anuncia Dila, con repique de campanas en un final catártico que proclama la futura reencarnación de Emanu en otra nueva víctima propiciatoria, ya que la bondad reclama su parte alícuota de Mal -y la muerte del bebé de mano en mano, Nochebuena abortada, es prueba de ello-, y el amor su cuota indisociable de odio, el don y la mezquindad representados como cara y cruz de idéntica moneda.
Desenlace de una estructura dramática que sugiere el inmovilismo de lo circular -espectadores presos de por vida en el autoclave de sus vehículos que contemplan, ajenos e inmovilizados, la consecución de los móviles del crimen -, la inmovilidad de la circulación en la “autopista del Norte” de la globalización, el carácter cíclico de la fatalidad -y los ejecutores de la Ley perseguirán a Emanu en su ciclomotor-, de la “muerte de un autostopista” en el stop final del cementerio de la cosmopista. O por decirlo con palabras de Cortázar en el ya mencionado La autopista del sur: “Sí, tenía que ser así, no era posible que eso hubiera terminado para siempre”.