El cielo por asalto
Jean Vilar, el director francés del TNP fue el que hablaba en su libro ‘De la tradición teatral’ del teatro servicio público. Su política fue paradigmática y los números impresionantes. Los tiempos eran otros, pero cuando ese mismo teatro se hizo ‘cultural’, y se institucionalizó, devino en un signo consumístico y social de bien-pensantes o culturalmente correctos. El Estado respondiendo al sueño anacrónico de las ‘bellas artes’ sostiene enormes cuerpos artísticos, con programaciones sobre las que no ejerce un verdadero contralor ni survey de asistencia. Va para adelante con políticas de inercia, respondiendo sólo a la supuesta necesidad ‘del buen burgués’ que por lo menos paga, aunque al ver cómo se administra, en realidad los teatros, si están abiertos, es porque ya pagó la gente previamente con sus impuestos. Acá lo del servicio público cobra importancia porque la gran mayoría de la población no acude a esos lugares. Esos lugares además, con sus entradas baratas, subsidian la entrada a quienes de antemano pueden pagarla, con lo que colaboran a profundizar la injusticia socio-cultural. Entonces, dónde reside la posibilidad de desarrollar una política popular de fomento que no implique hacer el trabajo sucio a un Estado negligente, donde la energía creadora sólo deviene instrumento de control social. La idea de transformación político-social dialectiza con esta acción, no la precede como prerrogativa rupturista que cae a los campos roturados de la cultura, como paternalismo y no como proceso propio de los grupos de realización.
Las determinaciones estomacales, en base a arte, desorganizan el control social. Se podría citar aquello de Adorno, respecto a que la dialéctica de artistas, obras, individuos (antes que masas), tienen en la cultura el canal que hace del circuito estómago-conciencia, una habilitación emancipatoria. Siempre se dijo que ‘con una obra de teatro no se hará la revolución’, pero el propio capitalismo se afirma de una manera tan fenomenal sobre la cultura que por qué no es pensable que la cultura sea un agente no menos fenomenal de cambio. Los paradigmas de este cambio, no me cabe duda, son otros que aquellos que per se constituían el clima de cambio de los ’70. Con que cada obra crea que hace ese cambio, de alguna forma lo está haciendo. El teatro de arte es un agente ‘minorizado’ pero de múltiples implicancias y reverberaciones. Es un hecho minorizado de extraña masividad. Es que dígase lo que se diga, la propia actividad, antes que las personas, es popular. El hecho es que el teatro es una experiencia no hecha por mucha gente, en el marco de una democracia para pocos. Ya la sola no-experiencia queda asociada a una condición social negatoria: ser pobre, esto es, no-propietario. Pero la eufemística (y cínica) definición del pobre como ‘el que menos tiene’, evita, en casos como éste, decir que alguien es pobre también de experiencias, es un pobre perceptivo. La invisibilidad del dato permite que no se computen, así como no se pone como causa de inseguridad, todas las causas psicológicas de un excluído social. ¿Por qué? Porque no se ven. La inseguridad no se objetiva como trauma psíquico en un individuo, entonces sus causas son intangibles. Los pobres viven en determinados barrios, determinados barrios no tienen necesidad de teatro porque las causas que podrían justificarla, no se ven. La no experiencia teatral no es luego porque alguien sea de la manada de los que ‘menos tienen’, sino directamente porque se es pobre. Con lo que la pobreza viene a ser una especie de naturaleza específica, donde está bien que ciertas cosas no le ocurran a la pobre gente. «¿Ir al teatro? No, yo no soy para ese lugar». Algunos dicen: «pobres habrá siempre». Entonces la cosa, en tren de intangibilidades, se puede arreglar religiosamente, esto es, que no tengan pero que no les moleste y hasta sublimándose franciscanamente en un conformismo espiritual y desmovilizador: «es así y no hay nada que hacer, naciste perdedor y es lo que te toca». Esa es la traición que promueve la carencia de un pensamiento crítico: carencia de visión, la demanda de ceguera como condición antropológica. Uno en tanto pobre, no está llamado a los lugares culturales o donde podrían gestar cultura propia. Con lo que el no acceso al teatro empieza a ligarse a una acuñación divina que emparienta el vacío de barriga con el destino social. Así los ruidos en el estómago son un arte social en sí mismo, programable en el circo social como una rareza parecida a la mujer barbuda o al hombre elefante. Hasta se puede comerciar con el hambre o con los pobres: pasen y vean, el hombre que vive sin comer. Al final es tan natural para el hambreado, que cuando pasa un bien comido, encima dice: «Miren, ese todavía come, ¡qué anticuado!» El colmo de la naturalización. El concepto de industria cultural expresa que la masificación del consumo va ligada al poder adquisitivo, a la canasta familiar, calculada por el Ministro de Finanzas como ‘básica’, por lo tanto en ella no aparece ninguna obra teatral. Esta frustración es como la chica violada por su padrastro: se calla en el marco de un designio económico que justifica su aterrado silencio: el padre la matará si habla, pero su madre la matará si la priva de su sostén económico. Ella, la víctima, es ‘la caja negra’ que administra el input y el output de la energía perversa que rige la economía de su familia. La organización libidinal empieza a no incluir el imaginario teatral como deseo, el que queda ubicado como una zona de silencio, una Cimeria homérica que viene a ser el non plus ultra del hombre de a pie, vedado de un universo que se subjetiviza como jerarquizado e «impropio para mí que soy pobre; un inferior». Mi destino escrito como pobre es no existir. El colmo de este sistema lo pusieron en práctica los Jemeres Rojos de Camboya, cuando expulsaron a toda la gente de las ciudades a producir arroz como esclavos, sin documentos, sin nombres, sin importar que murieran sistemáticamente de fatiga al cabo de dos semanas, qué más daba, si no existían. El sistema cierra, no sólo con que tal desmovilización es socialmente más segura sino también con el refuerzo de tal subjetivización negativa que colaboramos todos a tramar, al no reclamar que los edificios teatrales abran para la gente (donde hasta los privados e independientes están en deuda con sus salas propias subsidiadas por el Estado), con programaciones específicas que den pie y continencia a un proyecto de esta índole. Conclusión: si el Estado no hace es porque deliberadamente no contempla hacerlo, prefiere tercerizar de hecho con productores privados que le gestionan la programación, sometiéndola a políticas de marketing equiparables a un shopping cultural, lo que incluye a muchos independientes como agentes funcionales, en tanto empiezan a operar antes como neo-empresaritos teatrales (especie de ‘yuppies’ de barrio), agentes culturales activos para la gente. La no experiencia de la gente en los teatros es una despolitización de la política ignorancia que deben guardar los pobres de aquello que un día podría llevarlos a tomar el cielo por asalto. Si inconscientemente somos cómplices de que la gente no vaya a los teatros públicos, colaboramos a obstaculizar que la gente, como parte sustancial del teatro, pueda ejecutar un día la acción directa de tomarlos y programarlos por sí misma.