El Hurgón

El contador descontado

A Pedro Benítez, conocido en su terruño con el remoquete de kilovatio debido a su locuacidad y a su gracia para contar historias, nadie le entendió cuanto quiso contar a su regreso, después de una larga ausencia que empezó una tarde, cuando sugestionado por unas personas venidas de otra parte se dejó arrastrar por la ilusión de conocer un centro de formación de contadores de historias, adonde le Iban a enseñar a manejar las manos, a controlar los gestos, a pararse y a moverse frente al público y a domesticar la voz, para convertirse en un profesional.

Kilovatio era lo que entre nosotros se denomina un buen conversador, es decir, un hombre capaz de sacarle partido a cualquier circunstancia hasta convertirla en un cuento. Aparte su memoria individual, conservaba también la colectiva, porque había dedicado su vida a hurtar historias para luego contarlas con voluntad, regocijo y algo de picardía en las reuniones sociales.

Kilovatio asistía por derecho propio a todo cuanto festejo social ocurría en su pueblo, incluidos los velorios, que son fiestas clandestinas a las que acude la gente vestida de negro a evaluar, desde su personal punto de vista las conveniencias e inconveniencias de la muerte del sujeto en cuestión. Y era en estas disimuladas fiestas en las que kilovatio daba verdaderas muestras de su capacidad de contador de historias, porque tejía en cada ocasión la historia del pueblo en directa relación con la vivida por quien estaban velando, sin dejar un solo cabo suelto.

Cuando kilovatio contaba una historia lo único que hacía era hablar. Ni siquiera carraspeaba para aclarar la garganta, ni asumía poses diferentes a las habituales suyas, y lo mismo le daba empezar a contar en cualquier sitio sin importarle si lo estaban viendo o no, porque siempre se sentía escuchado y estaba seguro del encantamiento producido por sus palabras y de que por su peculiar forma de contar lo entendían todos.

Kilovatio nunca hacía preparativos, porque siempre estaba dispuesto a contar una historia. Eso era lo de él: contar historias. No cambiaba de vestido para contar, y sus manos y su cuerpo se movían sin que él influyera sobre unas y otro con movimientos estudiados. Para él, lo fundamental era ese momento de la historia en el que se encontraba con todos a través de un gesto o de una risa, porque era cuando se daba cuenta de la importancia de su oficio y de la necesidad de contar cada vez con más convicción para conservar el respeto de su gente. A kilovatio todos en el pueblo lo veían como un enviado especial para contar historias, porque era capaz de tenerlos a todos con la boca abierta, escuchando durante mucho tiempo.

Todos se habituaron a no verlo, pero nunca a no escucharlo. Por eso, una mañana se armó en el pueblo un gran alboroto y entusiasmo cuando alguien en el mercado oyó hablar de su retorno y difundió la noticia. El recuerdo de sus historias, a las cuales de algún modo se referían todos en las reuniones sociales, cuando se mencionaba su nombre, porque la mención de la palabra kilovatio era inevitable, había impedido el olvido. Nadie había logrado ocupar hasta ese momento el vacío de historias dejado por él, y todos sintieron como si hubiese resucitado la palabra, muerta durante su ausencia. Algunos habían querido ocupar ese vacío, sin éxito, porque no cuenta historias el que puede sino el que quiere.

Se hicieron muchos comentarios acerca de los triunfos obtenidos por kilovatio, y se quiso dar una prueba de ellos proyectando un video aquella noche en una pantalla gigante, en la plaza, para que todo el pueblo lo viera. No obstante el impacto producido por dicho video, la gente sintió que ese no era kilovatio.

Al día siguiente nadie lo vio caminando por la calle con su naturalidad de siempre, porque estaba siendo objeto de homenajes por parte de los principales del pueblo. A quienes preguntaron si iba a contar historias les dijeron que de eso se estaba encargando la municipalidad, porque Pedro Benítez (ya no le decían kilovatio) haría una función nocturna en el teatro local, en desuso durante mucho tiempo y ahora sometido a una limpieza profunda.

No todos pudieron entrar a ver el espectáculo que iba a presentar Pedro Benítez, porque esa noche se cobró un abono, pero quienes entraron, estuvieron poco tiempo adentro, porque cuando lo vieron salir acompañado de un ceremonioso silencio de detrás de un biombo, luego recorrer la sala con la mirada como si estuviese descubriendo un mundo nuevo, y elevar las manos como si fuera a tocar el cielo, dudaron de que ese fuera kilovatio y abandonaron la sala.

Pedro Benítez cuenta ahora historias al amparo de algunas técnicas, y recibe muchos aplausos, pero algo le dice que ese momento cumbre en el que el contador de historias se encuentra con todos a través de un gesto o de una risa, ha dejado de existir.


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