El Hurgón

El Contador Descontado (Capítulo XXVIII)

Ana María apareció en la puerta del bar, embutida en un traje rojo, y cuando vio a Sueva vestido de negro, pronunció, con un grito desesperado la expresión “me están robando la vida”. Todos dirigieron la atención hacia ella y dejó de sonar la música de la banda que en ese momento interpretaba las primeras notas marciales del himno de la ciudad.

-¡Ah, canallas, miserables, traidores!; ahora me explico todo – dijo, entrando rápidamente en el bar y arrebatándole de las manos al maestro de ceremonia el orden del día, que leyó mentalmente hasta el numeral que anunciaba “la imposición de la medalla al mérito cultural a Rodolfo Sueva, por su invaluable actividad en pro de la gestión cultural”.

-¿Quién es éste para recibir tanto merecimiento? – preguntó, dirigiéndole al encargado de Cultura una mirada de asedio, con la cual golpeó después a cada uno de los que se hallaban parados detrás de la mesa principal, a lo largo de la cual habían dispuesto sillas para albergar a un representante de cada disciplina artística, para darle a la ceremonia una apariencia de democracia cultural, y devaluar las críticas de quienes se empeñaban en afirmar que ésta, es decir, la democracia, no se practicaba en la Oficina de Cultura, porque su encargado repartía los aportes sólo entre sus amigos.

-Yo los represento a todos – siguió diciendo Ana maría – porque lo mío es lo más grande. Se de literatura, se de pintura, se de escultura, se de arquitectura, se de música, se de cine… ¡de qué no sabré yo! ¿Y me ignoran? ¡Vaya insolencia! Cuál de ustedes ha hecho algo superior a lo mío? ¡Ninguno! –concluyó.

En el salón imperaba el silencio, y nadie se atrevía a contradecirla, porque Sueva había conseguido extender pronto el rumor de que estaba loca, y había advertido que de un momento a otro entrarían por la puerta enfermeros para llevarla de regreso al manicomio.

Muchos pensarán que estoy loca – continuó hablando-, y lo dicen para no reconocer mis méritos. Tú me prometiste esta condecoración – dijo, señalando al encargado de Cultura con el índice derecho, moviéndolo a manera de percutor. Dijiste que esa condecoración era para mí –repitió con voz temblorosa -, pero ahora tengo todo claro. Se interponen en mi camino, con tu apoyo, miserable, (dio media vuelta y señaló a Pastarini, a quien había descubierto al fondo del bar), en venganza porque ya no quiero compartir contigo la cama, porque hasta para eso eres malo.

El ambiente volvió a caldearse, y se formaron nuevos grupos de debate, para decidir de entre Sueva y Ana María, quién tenía, no la razón sino la importancia para exigir la condecoración, hasta que las discusiones fueron derivando en preguntas de por qué la oficina de cultura no había considerado la creación de condecoraciones para estimular otras disciplinas artísticas tan importantes como las Escénicas.

Los comentarios, cada vez más ácidos, convirtieron a la Oficina de Cultura, o para decirlo con más exactitud, al señor Eduardo Mantilla, en el objetivo de la disputa, pues la exacerbación llevó a muchos a lanzar en su contra acusaciones acerca del inequitativo y mal manejo de los recursos, pues, decían unos, que los usaba para hacer relaciones públicas y patrocinar las ambiciones de sus amigos, y otros, que en ocasiones cogían un destino incierto, y se perdían.

El señor Mantilla se sintió en riesgo, y para impedir la generación de testimonios que pudieran usarse más adelante en su contra, le pidió a su jefe de prensa ordenar el cierre inmediato de los micrófonos, apagar las cámaras, tanto de video como de fotografía, y asegurarse de que ninguno de los periodistas invitados tuviese encendida una grabadora.

Kilovatio estaba lelo, observando los sucesos del salón cuando fue descubierto por Trevi, a quien esperaba ver entrar, muy campante, por la puerta del bar, detrás de Ana María. No advirtió en su gesto la satisfacción de quien encuentra lo que busca con ansiedad, a pesar del tono festivo utilizado por éste, para decirle: ¡al fin te encuentro!, y como si se tratase de dos viejos amigos que coinciden en un lugar, Trevi lo invitó a salir y a compartir mesa con él, y con Merlo, cuyo gesto también extrañó a Kilovatio, porque no fue el de satisfacción que él esperaba.

-Buena la has hecho – le dijo Merlo a Trevi. Por qué es obra tuya; ¿no es cierto?

Kilovatio pensó que estaban hablando de él, y se puso atento.

Trevi sonrió.

Cuando Pastarini vio a Trevi se levantó y fue de inmediato a su mesa y le dijo:

-Debo reconocer que me equivoqué contigo.

Trevi mantuvo la sonrisa.

-Porque no tengo la menor duda de que este ha sido un triunfo tuyo. ¿O me equivoco?

Kilovatio se estaba preparando para escuchar su nombre, saliendo entre signos de admiración de la boca de uno de los presentes, porque seguía convencido de que estaban hablando de él, cuando Pastarini dijo, con voz altisonante:

-Adonde entra esa fiera, todo se vuelve al revés. Ya verás, mi querido Alejandro cómo sí fue ésta una excelente idea.

Kilovatio se dio cuenta de que hablaban de Ana María Besugo, y además advirtió que su presencia le era también indiferente a Pastarini. Por no saber qué hacer de inmediato se quedó sentado, aunque su deseo fue levantarse y empezar a correr, y no volver jamás la vista atrás.

La discusión seguía en el bar y ya nadie se cuidaba de guardar apariencias, porque cada quien había empuñado su bandera, unos a favor de Sueva, otros a favor de Ana María Besugo, y todos en su conjunto en contra de las políticas exclusivistas de la Oficina de Cultura. Pastarini, Merlo y Trevi conversaban ahora con holgura y habían decidido permanecer al margen de las discusiones, porque consideraban necesario poner oídos juiciosamente a todo cuanto se estaba diciendo para establecer de parte de quien se hallaban las opiniones, pues en caso de que éstas favorecieran a Sueva, buscarían cómo desprestigiarlas.

Kilovatio los escuchaba, envuelto en un silencio impuesto por el desconcierto de no entender porqué ahora nadie lo tenía en cuenta.

Pastaríni temía en ese momento las consecuencias que pudieran derivarse de la misoginia del encargado de Cultura, de la cual no se hacía mucho eco en el medio por aquello de “no me juzgues y no te juzgo”, y le hizo mención del asunto a Merlo; pero éste le respondió:

-A quien no quiere caldo se le dan dos tazas. De inmediato llamó con un gesto de la mano a las chicas aspirantes a actrices, que habían dejado de mirar el álbum, porque estaban pendientes de todo cuanto estaba sucediendo allí.

-¿De parte de quién están? – les preguntó Merlo, cuando éstas tomaron asiento en su mesa.

– De parte de quien gane – dijo una de ellas, sonriendo con picardía.

-¡Uy!, pero qué audaz- opinó Pastarini. Van a ser excelentes actrices – remató.

– No, mentiras; de parte de quien sea mejor – rectificó la muchacha disolviendo la sonrisa.

– Y, ¿quién crees que es mejor? – preguntó Merlo

– Creo que Ana María – opinó la que había sido llamada por Merlo.

– Estás evaluando con el deseo – dijo Trevi, recién descendido de la nube de su sonrisa, porque aún tenía un residuo de gesto festivo en su rostro.

– ¿Qué quiere decir eso? – preguntó la joven.

– Que estás analizando con el corazón – respondió Trevi.

-¡Ay, qué bonito habla usted! – dijo la muchacha, sonriente.

– Tú quieres ser actriz; ¿no es cierto? – le dijo Trevi.

-Sí.

-¡Ah, bueno!, por eso estás del lado de Ana María.

-Y, ¿por qué lo cree así?

– Porque Ana María es quien decide hoy en día, quién actúa y quién no.

Las dos chicas se miraron asombradas, como si estuviesen descubriendo un nuevo conocimiento, y entretanto, Pastarini les recomendó:

-En tal caso, tendrán que ayudar a hacer fuerza a favor de Ana María.

-Y, ¿cómo se hace esa fuerza? – preguntó una de ellas.

– Entrando en el debate.

– ¿Para decir qué?

¡Caray, quieren ser actrices, y carecen de ideas! – dijo para sí Merlo.

-Comentarios en contra de Rodolfo Sueva – les aclaró Pastarini.

-Pero es que a él no lo conocemos – dijeron, en coro.

-No importa – intervino Pastarini- no es necesario conocer a una persona para opinar sobre ella.

En poco tiempo el bar fue un caos verbal. La medalla designada para condecorar a Rodolfo Sueva había desaparecido y el ornato puesto para engalanar la ocasión había sido desordenado.

Ana María se había convertido en el epicentro de las miradas, porque casi todos los que estaban en el bar le debían un favor, pues a muchos les había abierto un espacio, grande o chico, dentro de su aparatoso y variopinto festival, cuya importancia para darle nombradía a la ciudad nadie se atrevía a discutir, aunque subterráneamente fluían en contra de éste muchos comentarios relacionados con la mala calidad de los espectáculos, los altos costos y el bajo impacto social.

Kilovatio se paró de su silla y comenzó a caminar en dirección al lugar en donde estaba Ana María rodeada de simpatizantes, cuyo número aumentaba a medida que ella iba enumerando todo cuanto tenía previsto hacer para seguir mejorando la gestión cultural en la ciudad, y darles participación a todos, y también por el cambio de actitud del encargado de cultura hacia ella, pues sobre sus labios ya se había instalado una sonrisa de aprobación y complacencia. Cuando llegó al tumulto empezó a abrirse paso, con mesura, hasta llegar a la primera línea, en donde se paró de frente a ella, y comenzó a prepararse para el inmediato reconocimiento que esta iba a hacer de él. Se imaginó a Ana María, una vez lo enfocara con su vista, parándose como un resorte y llegando a él con los brazos abiertos y luego diciéndole expresiones de holgada concordia y reconciliación, como aquellas que se dicen cuando se encuentra por fin a una persona que buscamos con ansiedad.

¿Cómo se iba a sentir cuando tal cosa ocurriera? Muy emocionado, sin lugar a dudas; pero más que eso, muy, pero muy importante, porque quien iba a salir convertida en un símbolo del poder cultural era ella, y él sería su mano derecha.

 

 

 

 

 


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