El Hurgón

El Contador Descontado (Capítulo XXV)

Kilovatio volvió a las cercanías del bar en compañía del ex empleado del Centro a quien Trevi había golpeado. Este lo había convidado a seguirlo cuando se produjo la confusión por el accidente ocasionado por Ana María Besugo, mientras sustraía del bolso de ella el sobre que Kilovatio jamás volvió a ver, y acerca del cual nunca preguntó, porque le había dejado al azar la tarea de trazar su destino.

Mientras iba al bar en busca de Merlo y de Trevi, el hombre lo había dejado en un apartamento, al cuidado de una mujer de arraigada vida cotidiana, en quien confiaba ciegamente, porque estaba seguro de la mansedumbre de sus ambiciones, y a la cual le recomendó con insistencia impedir cualquier contacto suyo con persona distinta a él, para evitar malograr la grata sorpresa que esperaba darles a un par de amigos.

Kilovatio no escapó de la vigilancia de la mujer, sino que se apartó de su lado para dejarla sentir con holgura de soledad todo cuanto había despertado en ella con sólo dos historias que le contó. Fue saliendo del lugar, sin intención de huir, porque no se sentía constreñido por esa mujer, con cuya corta compañía había reproducido episodios de su vida pasada, y sin querer tomó el rumbo del bar, después de dejarla embebida en la contemplación de una serie de recuerdos, entre los que prevaleció el de un amor primero, fallido por la timidez, y jamás superado, porque nunca hubo un segundo, con el cual restauró emociones y deseos que creía extinguidos, mientras olvidaba su compromiso de velar porque Kilovatio no fuese a entrevistarse con alguien.

A pocos metros de la puerta del bar, Kilovatio sintió contra sus oídos los primeros golpes verbales saliendo con furia de adentro, caracterizados por la reprensión y la subida de tono, que lo llevaron a mencionar la exclamación, ¡vaya, vaya!, por la cual había sentido gran predilección por el sentimiento de grandeza que le despertaba cuando la pronunciaba.

-Hay gresca – se dijo, con su curiosidad aguzada, y con cierto aire de complacencia, porque lo divertían mucho las disputas entre contadores de historias y oficiantes de otras artes de las cuales se servían éstos, y por lo cual se generaban muchos reclamos. Era abundante el número de discusiones de éstas que había tenido oportunidad de presenciar en el Centro, y siempre le pareció curioso, aunque algo indigno, para su forma de ver las cosas, la fácil restauración de las relaciones entre quienes se decían palabras vergonzosas y ofensivas, como si no hubiese ocurrido nada. Caminó por el exterior del bar, entró por la misma puerta a través de la cual lo había sacado a rastras Ana María, y una vez estuvo en el depósito de mercancías se instaló en un sitio que le permitiera oír y observar cuanto estaba sucediendo en el interior del bar, y que a él se le antojó comparar con una especie de final de escena.

En ese momento el ex empleado del Centro, estaba rodando como consecuencia del puñetazo que le había propinado Trevi, y aunque kilovatio no alcanzó a ver la secuencia completa se dio cuenta inmediatamente del origen del puñetazo, porque Trevi tenía aún cerrado y a medio camino de altura el puño de su mano derecha.

-¡Cómo es posible! – exclamó entre dientes, recordando las expresiones delicadas, empleadas por éste cuando le hablaba de su sueño de abrir un instituto de formación de contadores de historias, cuya conducción, según supo por comentarios ajenos, estaría a cargo suyo.

-¡Cómo parece de difícil convivir con esta gente! – se dijo, buscando acomodo para ver mejor los movimientos, porque en ese momento la gente había comenzado a caminar hacia el centro del bar y empezaba a formar un círculo.

A medida que pasaban los minutos los ánimos se alteraban, las voces subían de tono y el lenguaje iba tomando tintes de procacidad, impidiendo cualquier posibilidad de entendimiento, porque las discusiones habían descendido al bajo terreno de la ofensa personal.

Cuando Kilovatio escuchó la pregunta ¿hasta cuándo vamos a soportar la pedantería de los del Centro?, pensó en Rodolfo Sueva; pero una vez se enteró de que ésta había sido dirigida a Merlo y a Trevi, comprendió que los sucesos locales estaban impulsados por una inercia convencional de la cual sacarían provecho quienes más elogios produjeran. Esa especie de exclusión de Merlo y de Trevi, a raíz de la formación de los pequeños grupos orientados a la defensa de la opinión individual, y de la cual estaba siendo testigo en ese momento, lo llevaron a suponer un cierto descenso de la importancia de éstos en el sector, y por eso tuvo una ligera comprensión del porqué el nombre de Sueva ni se mencionaba, aunque lo más enfático en pedantería dentro del Centro hubiese sido él.

La conversación que escuchó después entre Merlo y Trevi le dio la razón. Éstos habían ocupado una mesa cercana a la puerta de acceso a la bodega, detrás de la cual se encontraba él, oyendo atentamente:

-Estoy que mato y como del muerto – le dijo Trevi a Merlo.

Kilovatio aguzó el oído porque de esta manera se iba a enterar de la razón por la cual había golpeado al ex empleado del Centro.

-Creo que te has dejado llevar por el impulso – opinó Merlo, y aprovechando que Trevi seguía pensando, acotó:

-Pudiste haber empleado con Miranda el método de la paciencia.

-¿Miranda?

– Hombre, pues el ex empleado del Centro. Sin lugar a dudas venía a contarnos algo que resolvería nuestros problemas.

-¡Qué va, hombre!, Ése venía a hacer negocio…tal vez a vendernos información – manifestó Trevi.

-Y, ¿cuál es el problema? ¿No nos hemos pasado todo el tiempo en el Centro haciendo negocios y sonsacando información acerca de lo que están haciendo los otros? – preguntó Merlo.

-Sí.

-¿Entonces?

-Quizás nos perdió el desacuerdo entre nosotros – dijo Trevi. No debimos hacerlo evidente ante él.

Merlo se quedó en silencio, y Trevi, remató:

En cierta forma tú has tenido la culpa.

-¿Yo?; ¿por qué?

Bueno; acusarnos mutuamente no va a resolver nada – opinó Trevi. Nuestro problema está en encontrar a este hombre.

-¿A quién?

-Pues a Kilovatio.

-Podríamos reemplazarlo – sugirió Merlo.

-En éste ya hemos invertido mucho dinero – objetó Trevi.

-Es cierto – afirmó Merlo con tono desganado, como si estuviese aceptando algo sin remedio. Luego, como si tomara un interés repentino por el tema, preguntó:

-¿Cuánto cobró quien hizo el cartel?

¿Cuánto? ¡Hummmm!

-Sí, ¿cuánto?

-¡Oooooh!, la sola mención de la cifra me produce vértigo.

-¿Cuánto? – insistió Merlo. No olvides que el riesgo es mutuo.

-Conténtate con saber que esta gente cobra en moneda dura.

-Moneda dura -musitó Merlo para acompañar el silencio.

-Son los mismos que preparan a los políticos para hacerlos convincentes y atractivos. ¿Comprendes?

-¡Uyyyy, pues, entonces, no me digas más! –exclamó Merlo, llevándose las manos a la cabeza. Luego, agregó:

-Con eso basta para desbordar la imaginación de las cifras.

Kilovatio estaba anonadado. Ahora comprendía por qué lo conocía todo el mundo, aunque desde que había llegado al Centro jamás había subido a ningún escenario a contar una sola historia.

Se sintió engañado. De mil amores (palabra que solía utilizar en su vida pasada para expresar vehemencia) se hubiese marchado de ese lugar, pero antes habría irrumpido en el bar para ajustarles las cuentas a éstos. Sin embargo decidió esperar en su escondite, para enterarse del desarrollo de los acontecimientos, porque se había apoderado de él la necesidad de saber hasta dónde son capaces de llegar las personas para sostener sus mentiras.

Quería al menos averiguar de qué lado estaban sus sentimientos, porque se estaba asomando a su deseo la noción de regreso, pues, hablando con la mujer adonde lo dejó Miranda empezó a considerar la idea de volver entre los suyos para matar la nostalgia que tenía de contar, de verdad, verdad, sus historias.

 


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