Zona de mutación

El cuento de la historia

El dispositivo de las ejemplaridades transmisibles de una generación a otra o a través de canales culturales que la tradición administra, llama a pensar sobre las efectividades ciertas, que como valores históricos, las personas, los ciudadanos consideran y respetan. El punto es cómo las dramaturgias o direcciones tratan este andarivel tan significativo del teatro. El nivel de apropiación y de emocionalidad activa que hechos, circunstancias del pasado asumen para el hombre, para los pueblos, dependen no sólo de la escuela histórica y sus bondades metodológicas para despertar genuinos intereses sobre aquellos sucesos que ameritan ser tomados como memoria común, como memoria de todos. El desapego a las acciones, a los protagonistas de situaciones de otras épocas no pocas veces responde a una especie de confusión y ajenidad que se resuelve en indolencia, pero lo que es peor, en un actualismo fuera del cual, todo lo demás que se menta, poco importa. La vida autocentrada, auto-referencial de la contemporaneidad, así lo impone. Estos modelos antropológicos que echan a funcionar procedimientos conductuales autoabastecidos, adormecidos o egóticos, también tienen como consecuencia una percepción que se base en la complejidad de capas que conforman las mentalidades y luego las identidades humanas. Todo deviene plano, instantaneístico, a merced del placer que puedan despertarle a sentidos más bien saturados en su espíritu de rechazo. Esa forma de inteligencia por la cual se puede develar ‘quienes somos’, ‘de dónde venimos’, apenas si es capaz de la petulancia del ‘qué me importa’. No hay tiempo que perder, y si no hay tiempo que perder, la digresión que se alimenta de redescubrir los tiempos, los estratos del memorial que nutre nuestro gesto antiguo, propenden a la amnesia como sistema. El instante como ariete para desocultar las escrituras hundidas en las costras sedimentales del paso del tiempo, como arma para hacer resplandecer los coptos aletargados debajo de una piel calcárea que sólo es capaz de nuevas sensaciones al costo de desensibilizar cada vez lo poco de capacidad de percepción que aún guarda la piel. Lo que se siente en la piel, pasa a transmitirse como fábula. No pasa, te la cuentan. Los instrumentos culturales, incapaces de materializar los estímulos y las sensaciones, ficcionan disparando aguijones directamente sobre el nervio, hincando, perforando, abriendo, en una estructura perceptiva que no dimensiona, no historiza, que sólo apela al cliché moralizante de los héroes, padres de la patria, que poco se parecen a quienes se las ven con el galimatías del presente, que por eso mismo, no tendrá el ‘kairós’, la oportunidad de la templanza, de la mejor moción, de la serenidad de la sapiencia. Deberá la historia seguir enajenando, impresionando, inquietando, para poder seguir digitando. Para lo cual, más efectivo es cosificarla en objetos destinados a tal o cual uso, a tal o cual emoción predigitada. La historia debe para ello funcionar como obviedad temporal, ya no instancia de indagación del ‘qué somos’. Hasta puede llegar a ser un artilugio de la moda ‘retro’.

La corporización del pasado puede ser un cultismo, que se reconstruye en el presente a la medida de los deseos puntuales, sin necesidad de alumbrar la verdad del momento en que ocurrieron. La historia se cincela a medida de sus dueños.


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