Zona de mutación

El cuerpo artista

El cuerpo tachado, el cuerpo asesinado, el cuerpo violado. Cuerpo maltratado, cuerpo ultrajado, cuerpo saqueado. El artista por lo general busca abrevar en su cuerpo. Descuenta encontrarlo donde dicen hay un cuerpo. Donde dicen que lo han visto; donde dicen que se halla. Pero no hay que ser tan optimistas. El lugar en donde está no indica inmediatamente un ‘punto cero’; punto de partida. Resulta un tanto fastidioso que se hable con cierta unanimidad de ‘posdramático’ cuando lo que el cuerpo muestra es la realidad de un despojo desdramatizado. En lengua castellana resulta hasta más novedoso el asedio que ya hacía mucho tiempo atrás Eugenio Trías en obras como «Identidad y drama». Se trataría de ver más que una situación ‘más allá del drama’, el precio de esa des-dramatización. Que el desierto creciera lo sumió en una pradera sin percances, en una llaneza inhóspita y desidentificatoria. No es que no hay conflicto, da lo mismo todo. El yo se queda sin su arma: decisión. El yo deslíe a la incerteza, a la falta de orografía existencial. La licuefacción lo derrama de sus contornos. Sus poderes homeotérmicos se evaporan según el retroceso de los empleos corticales, momifican la conducta a reacciones condicionadas. Su ritmos nictemeros se asocian más a la de la droga anestesiante de la enajenación. Las verdaderas prótesis son virtuales, culturales y lo tienen amarrado con sus nudos de un falso bondage. Es el tiempo de los zombies. Están de moda los zombies. El cerebro es una pústula, un absceso explotado con orificio de salida por el mismo hueco donde debían emerger los pensamientos. Más que una conexión teriomórfica, el cuerpo cae en degeneración teratológica. Se agotan los turnos para cirugías que logren cortar los excesos, los colgajos deletéreos. Pero ya se sabe, es ir a los efectos y no a las causas. Se arrastran cicatrices y las cicatrices pesan. La identidad es un cuerpo trozado, una cartografía en la piel diseñada por los carniceros. No hay morfina para ese dolor. El engaño es el único placebo, valga la tautología. La adaptabilidad a los climas se rompe. Siempre es demasiado frío o demasiado calor, o lo que es peor, el cuerpo pierde la exacta dimensión de los extremos climáticos que lo afectan. El cuerpo pierde su poder de elección. Pierde criterio. Antes que ‘thymos’, acedia cordis. Melancolía, aburrimiento. Narciso veía su rostro y era bello. El nuevo Narciso ve su cara y la ve bella, pero se engaña, aunque no lo sabe. Es que ese es el extravío. La entropía corporal involuciona biológicamente a una especie de traqueteo visceral. Por las esquinas se ven pasar corriendo desesperados que no huyen de nada ni van a ningún lado. El cuerpo sobra, pero duele. El cuerpo duele, pero se lo extraña. Su confusión deviene de una deculturación que no permutó su saber por una sabiduría más alta. Y esa entrega no es sin dolor. En los espejos el reflejo dice: Fuiste capaz de victorias. Una más. Una nueva conexión. Un nuevo plan. Una nueva orquestación pulsional. Una nueva higiene. Una nueva mutación, pero sin el canto de sirena de las delicuescencias asquerosas. No comer la mierda. Una nueva danza. Un nuevo ditirambo. Una renovada capacidad de producción de la presencia. Detrás de la sospecha, de sus siete coreografías simulacrales. Lejos de la paranoia como la realidad a nivel superior. Una nueva solvencia y serenidad. Una nueva templanza. Una nueva capacidad de vivir que enseñe a respirar el nuevo aire. Una nueva atmósfera irrestricta, para todos los humanos.


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