El drama seminal
El actor como investimiento de/para la escena, imanta el ‘sancta santorum’ en el que cada uno de sus gestos y actitudes devienen signos destacados. Por contrapartida, el desinvestimiento resulta paradojal, una apostasía. Una no vibración, una interrupción en la generación de energía. Un desmontaje de la realidad intensificada como escena.
La ruptura de una misión escénica desalienta el reconocimiento de un yo en relación a esa acción. La escena configuradora de la singularidad personal, se rompe. Se rompe el diálogo. Una crisis del drama, como del dramatismo. Una crisis de la doblez como del curso dialéctico de la situación dramática. Un no reconocimiento del Otro. Una pérdida de las propiedades sensoriales: la escucha, la amplitud visual. Obnubilación, ceguera, solipsismo.
Esta estasis ¿es la crisis del conflicto, de la ‘colisión dramática’? ¿Crisis de la polaridad? Un teatro hastiado de confrontaciones, de avanzar en base a discusiones. Es el conflicto el que fundamenta la linealidad de las acciones. La no-linealidad es la que rompe con el encadenado histórico. En el arte el fruto específico de una época puede no tener que ver con el de otras.
La parábasis del actor, puede tener que ver con la irrupción de la voz genérica de lo que no habla, de lo que puede entenderse como colectivo.
Más allá de la máscara, más allá de la persona, de la ficción por la que se representa a otro. Más allá del drama, esto es, de la palabra.
Pero, ¿se puede argumentar por otra vía? El razonar es por vía de palabras, pero el arte, ¿es una forma de conocimiento o no? ¿Cuál es ese conocimiento, cuál su valor? Pero al fin, el drama sólo es chispa dialéctica. ¿No existe encono de materias, de sustancias, de conceptos, de calidades subjetivas anterior a las palabras? El posdrama ¿sólo se ve justificado en su parataxis loca y eventual? ¿No emplaza activamente por su sensualidad ambigua, cargada de oposiciones, esto es, del viejo conflicto? El drama es la obra, pero ‘lo dramático’ es la energía operante, combustible que explota en el cilindro para movilizar. El contraste que desafía los umbrales perceptivos e invisten a un operador (escénico) a conducir la energía liberada. Será una fricción, una vibración. Puede decirse ‘más allá del drama’, pero cuesta romper el fuego contrastivo de ‘lo dramático’, lo que no es sin fisión. La discontinuidad de lo monótono es dramático. El pliegue es dramático. La circunvolución, el galimatías, como el laberinto. La no obviedad, la interrupción repentina. La materia que no se explicita.
Lo dramático en un plano de sinergia, supone el diálogo de lo vacío con lo pleno. Y de esa glosolalia espacial cómo negar los preceptos empáticos, espontáneos de un tester receptivo, que particulariza por intensidades, ritmos, placeres-dolor, que acomodan la melodía según esa lógica pulsátil, aleatoria, que se rige por la cualidad de su propia libertad en acto. No parece un acto de pensamiento, sino un paso previo: un acto de generación de pensamientos, pero a partir del pulso biológico que sigue su lógica primaria, su capacidad para generar nuevo inconsciente, como nuevas fronteras sensibles.
El inconsciente no está guardado sino gestándose en los nuevos pulsos biológicos del cuerpo, en nuevas sensaciones. El más allá de la máscara era un diálogo con el Otro, ínsito a la propia unidad psicofísica. La sensibilidad puede funcionar acupunturalmente, como un puntillismo susceptible de proveer la imagen por acumulación de sensaciones. En cualquier caso, esta aleatoriedad se alimenta de planos, de marcos, de dosis.
El drama representa a la razón. La a-dramaticidad a lo irracional. Irracionalidad que juega con las fronteras de lo que es real y que milenariamente ha sido un ingrediente demonizado por el teatro sujeto y endilgado a fines.