Zona de mutación

El espejo roto

No es de extrañar que los comportamientos de los públicos frente al desarrollo de obras no-narrativas, que se comportan y a la vez desafían a que quien mira lo haga así, suele funcionar mejor en aquellas puestas de gran espectáculo (Fura dels Baus, Fuerza Bruta, etc) ligadas a sentimientos positivos, que en otras de ribetes más acotadas y de cámara, ligadas a estados más oscuros.

El efecto pictórico de Francis Bacon, por ejemplo, encuentra en el teatro la perplejidad por no avenirse a traducir la sensación como el elemento de lectura en sí. Es un público que siempre siente que no entiende, y el no hacerlo lo deja indisponible al costado de la experiencia. Será seguramente por una tradición de mucho tiempo que el código teatral ha de avenirse a las fuerzas del relato. De alguna manera, lo que ocurre es eso, la gente se queda sin código. De más está desmenuzar si esto es un prejuicio o un empecinamiento extravagante el del artista por querer someter la sensibilidad de los espectadores a un atajo, cuando va de suyo que estos van al teatro con una determinada voluntad que dificulta la predisposición a que el teatro sea lo que ha sido siempre.

La inmediatez con que la imagen puede conectar a estados profundos de quien mira, y que se pueden asociar a un cuadro técnico específico de la pintura, encuentra resistencias armadas de carácter cultural, ya que no sensibles, pues pareciera que la contra en este caso, es no saber muy bien qué hacer con todo ese bagaje inconsciente que aflora sensiblemente en los espectadores. Pero es que justamente el que se lo pille desprevenido suele ser la nota inaceptada. El contrato parece conducir a respetar aquello que de común acuerdo se estableció como propio del teatro, esto es, con lo que se espera de él.

Es muy difícil transgredir esa servicialidad con la que el signo artístico busca cumplir a la función cultural. Un signo de respeto es justamente el que el artista no va a faltar a ese contrato de mutuas atenciones respecto a lo que cada uno espera del otro. El equilibrio suele ser dificultoso. Cada transgresión, no será sino una traición.

Si la escena prefigura espectros, y monstruos inesperados, o que lo son justamente por eso, verdaderos abortos visuales que no se puede tener el tupé de alumbrar frente a quienes ponen en el rango del respeto a un derecho el de no ser faltados en su carácter de público. Esos deslices ‘experimentales’ no serán vistos, no encontrarán ojos disponibles.

El teatro se diseña como espejo, y es un acto de lesa culturalidad impedir que el espectador se vea reflejado. ¿Qué es eso de impedir que los espejos respondan, como bien ocurre en la pintura del citado Bacon.

Ese encapsulamiento a un toma y daca inmediato entre obra y espectador, se levanta como un peligro acechante que se dirime en el plano ético donde se plantea si hay derecho a incomodar a quien paga para otra cosa. A funcionar espejos y los espíritus en paz.

No es ninguna novedad que puertas adentro del propio sistema de producción teatral, se levantan las diatribas contra aquellos que se atreven a romper la percepción afirmativa del hecho teatral. La iconoclasia del poder que orquesta el cuadro perceptivo está tramado multidimensionalmente en el juego cultural. Así no es raro que el ajuste modulatorio se haga entre los mismos colegas, que denostan a los rupturistas, aceptándoles a lo sumo que hagan de dichas experiencias no un fin en sí mismo, sino el medio para acceder adonde está el meollo del teatro que el sistema se aviene a reclamar.

Quién no fue ‘under’ a los veinte. De última ese prestigio, vendrá muy bien en el circuito ‘profesional’, que funcionará como un plus en su seno, aún cuando aquel no haya hecho lo más mínimo como para propender a que éste lo tenga. Pero es que está muy bien llegar con lustres que reconducidos por el aparato capitalista del teatro profesional, permitirán desde el primer día decir de los actores/actrices desconocidos del gran público: uno de los mejores actores/actrices del país. Todo a costa de olvidar aquel espejo roto.


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