El foco
Es famoso el vaso de leche de Hitchcock en la película «Sospecha», pues se dice que el director puso dentro de él una luz que lo hacía brillar de forma especial. Era Cary Grant quien llevaba la leche en una bandeja, pero Hitchcock buscaba que el espectador mirase sólo al vaso. El truco tenía justificación: quería generar cierta inquietud en el espectador e insinuarle que la leche estaba envenenada.
Cuando Miguel Ángel esculpió su David, talló el iris de los ojos con un trépano, dando relieve a aquello que en realidad es plano. Sólo así logró esa mirada profunda que guarda el valor de enfrentarse a un gigante.
Me viene un ejemplo hermano. El día en que Verrocchio, allá por el siglo XV, mostró el cuadro «Bautismo de Cristo», todo el mundo miraba al ángel que aparecía en la esquina izquierda. Para su desgracia, era una de las pocas cosas que no había pintado él. El ángel fue obra de un discípulo suyo, un tal Leonardo da Vinci. La dichosa figura captaba la atención no sólo por la maestría de los trazos, también por la utilización de pintura al óleo – algo excepcional entonces –, pues el resto del cuadro estaba hecho con pintura al temple.
Hablamos del sutil oficio de generar puntos de tensión que detienen la mirada de un espectador que transita por una obra. La expresión «puntos de tensión» vinculada a la atención del espectador no resulta fortuita, pues como ya apuntamos en alguna otra ocasión, la palabra «atención» puede entenderse según la fórmula latina «ad-tension», literalmente «hacia la tensión». De ahí se deduce que la percepción tiende a sostenerse en aquellos elementos que friccionan entre sí, sean colores, texturas o dinámicas en movimiento. Es fácil recordar la sensación del mar frío en los pies una tarde de verano. Una silla roja es protagonista entre muchas negras. Un movimiento, por leve que sea, se vuelve eminente en un paisaje estático. La mirada atiende allí donde emerge la tensión.
En este sentido, a la hora de guiar la atención del espectador de forma precisa y delicada, los magos son verdaderos maestros. Tanto es así que llevando la mirada de quien observa de un estímulo a otro, son capaces de esconder lo evidente y crear un efecto de ilusión encima de una trampa. Entre las múltiples estrategias que atesoran para captar la atención, hay una especialmente interesante. Se trata de generar un diálogo interno en el espectador para distraerlo e impedirle cazar el engaño. El mago le hace una pregunta anodina al espectador, y mientras éste busca respuesta entre sus pensamientos, el mago aprovecha su distracción para preparar el truco que nadie puede ver. «Porque tú cuando tienes hambre, comes ¿verdad?» Es lo que los neurólogos llaman atención endógena, una atención que se orienta a lo que sucede piel para adentro.
Lo comentado se puede trasladar al espacio compartido que es el hecho escénico. Allí los lugares de tensión a los que se puede conducir la percepción del espectador son múltiples. El foco puede situarse en el mundo interior del actor, en un discurso o en una palabra, en un objeto o una melodía, en una luz o una sombra. Puede incluso, como hacen los magos, situarse dentro del propio espectador. Aunque el cuerpo del espectador permanezca estático y sus ojos sólo miren la escena, su atención es dinámica y multidireccional.
Llegados hasta aquí, se puede decir que la manera en que la atención viaja hacia los diferentes puntos de tensión de un espectáculo, determina su riqueza sensorial. También podría pensarse a la inversa, de forma que si la percepción queda estancada sobre determinados elementos, la atención tiende a caer por diferentes orificios. Si el foco se centra solamente en el espacio y los objetos, la atención cae por el frío. Si está sólo en la palabra, cae por el raciocinio. Si está sólo en el espectador, cae por el pudor y la vergüenza. Si está sólo en el interior del actor, cae por la distancia. Chocamos con una regla inequívoca: cuando algo se ilumina, el resto se apaga. Sería entonces cuestión de organizar qué se enfoca y cuándo, esto es, jugar con la atención del espectador en favor de lo que se le quiere contar. La técnica parece sencilla. Pero sucede que en el hechizo durante el cual el espectador es transportado por un espectáculo, nunca percibe que se le fuerza a cambiar la atención de un lugar a otro. Viaja sin moverse de la butaca. Y por mucho que nos empeñemos, nadie puede alumbrar ese misterio.