Y no es coña

El gusto es mío

Llevo media vida intentando convencer a educandos, educadores, aficionados, profesionales, informadores y opinadores que hay que superar de manera orgánica el impulso de referirse a una obra o espectáculo presenciado con un simple “me gusta” o “no me gusta”. El gusto es mío, pero la manera de analizar lo visto y oído debe fundamentarse en algo más elaborado, porque toda obra en graduación variable se compone de muchos elementos que van conformando ese todo que es el que llega a cada persona que lo presencia, por lo que, sin entrar en valoraciones de esfuerzo, ilusiones, proyecciones de futuro, se puede entender que lo que se nos ha ofrecido, nos guste o no, está bien escrito, bien coreografiado, perfectamente interpretado. O no, Aunque nos guste, detectamos fallos que al mencionarlos solamente los exponemos a una revisión, nunca a una anulación.

Porque hay que partir de una postura previa: nadie se equivoca. Todas las obras o espectáculos que se ofrecen abiertamente al escrutinio de los públicos llegan tras un proceso que puede ser largo, que contará con muchas vicisitudes que han influido directa o indirectamente en lo que acaba siendo expuesto, pero que hay una voluntad de usar ese lenguaje corporal, esas músicas, esa dramaturgia fragmentaria o elipsis circense. Nosotros, con nuestras herramientas, nuestras capacidades de análisis y actitud conciliadora debemos partir de eso, de lo que hemos visto, de lo que hemos recibido, de la manera que nos ha llegado, de cómo lo hemos administrado en nuestras instancias perceptivas y después llegar, si querremos o podemos, a alguna conclusión que siempre será desde la parte al todo.

Así que el gusto es mío y la opinión se debe fundamentar en algo que supere el gusto y se adentre en un ejercicio bastante más profuso, prolífico, contradictorio y generoso. Si no se acepta la variedad, lo infinito como base de la creación escénica, nos limitamos, constreñimos las posibilidades de valorar lo que se nos ofrece a un corto catálogo asumido desde la convención o incluso el dogma. Todo cuanto se hace, cuanto existe, es necesario en las artes escénicas. Otra cosa bien distinta es que en los caminos emprendidos por quienes busca, en las orillas, en los confines, encontremos en algunas ocasiones manierismo. Asunto más difícil de asimilar, que detectemos en lo que hoy se presenta como rupturista un simulacro de lo que hace más de cincuenta años fue una suerte de vanguardia que asentó lenguajes escénicos ya aceptados y usados hasta en el teatro más comercial de este siglo. No sé si eso se llama evolución, remedo, confluencia, revisionismo o simplemente círculos viciosos.

Existen grupos, tendencias, personas que se han instalado en un punto de ruptura constante. Podemos encontrar repeticiones, atascos, como si ese lenguaje o sistema se hubiera agotado. Tienen su espacio en algunas programaciones y, me parece plausible que así sea, hasta es detectable la existencia de unos seguidores fieles que van creciendo con ellos y que aceptan de manera religiosa toda nueva obra. Pero si tenemos el vicio de mirar, de pensar, de aceptar y pasar todo lo visto por el cedazo de la analítica forense más profusa podemos decir que en demasiadas ocasiones, se convierten en algo elitista, algo para unos iniciados muy fieles y que eso les preserva de los agentes externos contaminantes, pero tampoco ayuda a que polinicen mayores capas de espectadoras.

Toda esta homilía variante viene inspirada por dos motivos: la obra “La luz de un lago” de El Conde Torrefiel vista ayer domingo en el Conde Duque de Madrid, donde hay, deliberadamente, un homenaje a los maquinistas, a los técnicos, a los elementos escénicos sin apenas presencia actoral a la vieja usanza, ya que los textos se dicen sin ver al emisor de la voz, o sea, en off o se escriben en superficies planas, por lo que en su conjunto se me quedó muy corta. Muy esencialista de algo que todavía no he logrado aislar sin que se me mezcle con decenas de espectáculos y propuestas vistas a lo largo de mi larga vida teatral. Es una experiencia curiosa, que estoy narrando desde una suspicacia anuladora de cualquier criterio crítico con fuste.

Y, sobre todo, una declaración del bailaor Andrés Marín de este tamaño: “El día que uno de mis espectáculos guste a todos los públicos, me retiro”.

No lo conozco, creo que no le he visto bailar, pero esa es la actitud para la trascendencia. Lo seguiré porque seguro que propone algo que me guste o no me guste, será importante. Si quieres gustar a todos, hazte bombón de licor. O billete de quinientos euros.


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