Críticas de espectáculos

El Jardín de los cerezos/Antón Chéjov/Jaroslaw Bielski

Una versión contemporánea

 

La Cerisaie fue una de las primeras obras extranjeras de teatro de las que tuve noticia en mi adolescencia. Un día se le escapó este título a nuestro profesor de Historia del Liceo, M. Berthe-Langereau, acompañado del nombre de su autor, ruso por más señas: un tal Anton Tchekhov cuya ortografía en francés resultaba tan enrevesada de escribir «comme il faut» que hube de buscarlo en mis manuales de literatura, si bien es cierto que sin éxito alguno. En el Castex & Surer no figuraba en cuanto el prontuario no incluía autores extranjeros que nada podían aportar a «la grandeur» de la Francia gaullista tan en boga; y tampoco acerté a encontrarlo en la Historia de la Literatura de Ángel Lacalle porque, aún tratando, ésta sí, de la literatura universal, venía a concluir con la generación del 98 a pesar de haberse impreso mi edición en 1958: un colchón profiláctico temporal que la censura consideró adecuado para marcar de manera rotunda la más que necesaria distancia entre la trivialidad de los acontecimientos políticos y lo sublime de las letras. También por aquella época – estoy hablando de finales de los años cincuenta – me solía yo cruzar, Bárbara de Braganza arriba yendo para el colegio desde Recoletos, con la tenue figura de José Luis Alonso quien, desde su casa del barrio de Salamanca, iba a ensayar al María Guerrero sito justo a la vuelta, en la vecina calle de Tamayo y Baus.

Fue pues la conjunción de mi profesor Berthe-Langereau con la del irrepetible director escénico la que me propulsó a dicho teatro en cuanto, en octubre de 1960, se estrenó allí El jardín de los cerezos, a cuyo autor, con el fin de hacerlo pronunciable para al espectador español, ya se le había bautizado con un nombre castizo como el de Antón Chéjov. La obra coincidió al menos con dos efemérides: la primera, el centenario del nacimiento del escritor, el 29 de enero de 1860 en Taganrog (Rusia); y la segunda, el nombramiento de José Luis Alonso como director del Teatro Nacional María Guerrero. Con decorados y figurines de Cortezo, la versión castellana, preparada por Víctor Imbert y Josefina Sánchez Pedreño, reunía un elenco excepcional: Josefina Díaz, José Bódalo, María Dolores Pradera, Alicia Hermida, Berta Riaza, Lola Gálvez, Ricardo Alpuente, Antonio Molina, Antonio Ferrandis, José María Prada, y Manuel Tejada entre otros. Fue tal el éxito obtenido que tres años después, en junio de 1963, se repuso el montaje con un reparto renovado pero tan excelente como el primero, al que, a los nombres de José Bódalo o Antonio Ferrandis, que permanecían en cartel, se unían los de Lola Cardona, Julieta Serrano, Amelia de la Torre, Rosario García Ortega o José Vivó. De modo que se puede decir que por aquella puesta en escena pasó el cuadro de honor de nuestros actores dramáticos de aquel tiempo.

Personalmente, la representación me produjo una gran impresión que ha durado hasta nuestros días. Tal vez porque me enfrentase por primera vez al gran teatro o por lo mitificado que tenía – y que tengo – a aquel soberbio director que entonces me encontraba por la calle. Pero es el caso que, aparte de venir envuelta en plata – la había dirigido Stanislavsky a principios de siglo en el Teatro del Arte de Moscú – una vez que se encontraba uno allí dentro, se veía atrapado sin remedio por la melancolía que procede del paso inexorable del tiempo y el avance implacable de la Historia. Ante nosotros, un grupo de personas sensibles y entrañables al borde del colapso financiero: Liubov Andréievna Ranévskaya, la dueña de la propiedad en la que estamos, siempre encantadora e inconsciente y su despreocupado hermano Leonid, ambos arraigados a la hacienda como de familia aristócrata que son; y las hijas de Amanda, Ania y Varia, la primera libre, alegre y felizmente enamorada y la segunda, hija adoptiva y gobernanta de la casa, permanentemente amargada por el amor de un hombre (Lopajin) que no se decide a declararse.

A su alrededor, dos personajes que a todo ese mundo de quimera aportan algo de realidad. Por un lado, Lopajin, el hijo de un mujik que ahora se dedica a los negocios y siente un amor reverencial por Ranévskaya a quien quiere salvar de la ruina y del desprestigio social que traería consigo el tener que subastar la propiedad para poder pagar las deudas familiares cuando existe la posibilidad de talar el bosque de cerezos y construir en él apartamentos para alquilar a los veraneantes. Pero a Liubov le repugna esa idea y la desecha. Lo que a ella le interesa es que Lopajin se despose con Varia – al fin y al cabo una recogida a su altura – sin pasársele por la cabeza que es ella el objeto del deseo del negociante que, aparte de colmar su amor oculto, llegaría a alcanzar el cénit de su ascensión social. El segundo personaje que ronda a la familia es Trofimov, el eterno estudiante que es el correspondido enamorado de Ania. Si Lopajin aporta realismo a la acción, lo que aporta Trofimov es amargura, trufada de un afán de progreso frente al inmovilismo del país que él funda en la redención del pasado y el trabajo incesante. Él es quien pinta la perversa realidad de la Gran Rusia, de la Rusia zarista y decadente que corrompe a sus súbditos, les mantiene inactivos y les hace perder la dignidad. Y es él quien nos anuncia el gran advenimiento de una sociedad justa en la que los siervos serán hombres exactamente igual que los demás. Estando plagada la obra de momentos conmovedores y nostálgicos, esa intervención propia de un militante como es Trofimov en un texto de tanta hondura psicológica se me quedó grabada en la sesera y me hizo comprender cómo lo que llamamos político en el drama, y sin lo cual éste es irrelevante, consiste en una colisión entre la humanidad de sus personajes y su relación con el mundo exterior, dos puntos en los que destaca a gran altura el genio de Chéjov. En la puesta en escena de José Luis Alonso, en pleno franquismo, Trofimov decía su monólogo abandonando al grupo familiar y avanzando solo hacia el proscenio. Desde allí, y creo recordar, iluminado por unos cenitales, se dirigía directamente al público. El efecto que provocaba el romper la cuarta pared, cosa no habitual en aquel tiempo, y lanzar su soflama al respetable haciéndole intervenir en la acción era definitivo: en una transmutación instantánea, la Rusia de los zares se convertía en la España de Franco y el murmullo que brotaba de la audiencia en la queja universal del oprimido.

Puede que sea esa sensación de haber llegado al límite y de no poder más que flota en el ambiente, de requerir un cambio que renueve las bases sobre las que se apoya nuestra sociedad, tema principal de El jardín de los cerezos, la razón que haya impulsado a Jaroslaw Bielski, tras su sobresaliente La gaviota, a montar este segundo Chéjov trayéndolo hasta nuestros días y mostrándolo en su desnudez. Ciertamente, las circunstancias hoy no son las mismas que a principios del pasado siglo o cuando se estrenó en el María Guerrero. Ahora el mundo es de los Lopajin y Trofimov sigue en la oposición luchando y trabajando como puede. Sólo que no hay trabajo y el tiempo se le va no en estudiar sino en recorrer el continente de job malpagado a job precario cuando no tiene que malvivir del paro. Ranévskaya sigue siendo un amor, deseada y adorada por todos, y ya no viaja en tren sino en avión pero, al no pagar sus muchas hipotecas, terminará sin casa ni jardín y esquilmada en manos de los bancos. Leonid continúa tan indolente como siempre y en lo que se refiere a los antiguos siervos, habrán alcanzado la libertad para venderla a cambio de un empleo que les ocupará, al menos, doce horas al día por un cacho de pan. No es que el montaje de la sala Réplika llegue físicamente a estos extremos de la modernidad, pero los apunta claramente cuando reconocemos en cada uno de los personajes de Chéjov ya no lo que fue sino lo que será. Ellos han dado un buen salto en el tiempo – del tren al avión – pero aún les queda un trecho que recorrer, el que lleva de su padecimiento y sensibilidad – que permanecen totalmente intactas – a la indiferencia total.

El montaje de Bielski destaca por su sencillez y austeridad. Contrariamente al original, que se recrea en una multitud de personajes por dotar a la obra de un fondo costumbrista, el director se decanta aquí por lo esencial. Exceptuando al viejo criado Firs, siempre tan gruñón y rezongante, tan sólo Amanda, Leopoldo, Ana, Bárbara, Serafín y Pedro (en su denominación castellana) ocupan la escena, reducción ésta que nos permite concentrarnos en el núcleo del drama y extraer sin mayor complicación las conclusiones pertinentes: por un lado, la maraña sentimental que envuelve a todos los personajes (tal vez no dije antes que, aunque temporalmente amartelado con Ana, también Pedro se siente atraído por Amanda) y, por otro, lo frustrante de su relación con una sociedad anquilosada pero que va a cambiar (uno se pregunta que sería de Amanda y su familia si el autor hubiese escrito su obra tan sólo un año después de su muerte, en 1905, durante el primer levantamiento del pueblo ruso).

Ni que decir tiene que, en estas condiciones de ascetismo, el buen curso de la representación depende casi exclusivamente de la interpretación de los actores y el ritmo que mantenga el director. Ambos son eminentes. Particularmente la Amanda que compone Socorro Anadón, siempre pasando, como una moderna Traviata, de la frivolidad a lo romántico. Manuel Tiedra en el papel de Leopoldo me recuerda al gran José Vivó. Y los dos jóvenes, Serafín y Pedro, están inmejorables en la composición de sus respectivos personajes (Lopajin y Trofimov) y en su dicción. En cuanto al propio Bielski, hay que felicitarle por haber traído hasta nosotros, impecable, la esencia y el sentido del texto de Chéjov.

David Ladra

Mayo 2015

Título: El jardín de los cerezos – Autor: Antón Chéjov – Versión: Jaroslaw Bielski y Mikolaj Bielski – Intérpretes: Javier Abada (Pedro), Socorro Anadón (Amanda), Raúl Chacón (Serafín), Antonella Chiarini (Ana), Antonio Duque (Firs), Manuel Tiedra (Leopoldo), Rebeca Vecino (Bárbara) – Figurines: Rosa García Andújar – Sastrería: Silvia Ramos – Producción ejecutiva: Socorro Anadón – Ayudante de dirección: Mikolaj Bielski – Dirección, traducción, diseño de iluminación y escenografía: Jaroslaw Bielski – Réplika Teatro


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