El método Grömholm / Jordi Galcerán
El método Grönholm (Jordi Galcerán) Intérpretes: Carlos Hipólito, María Pujalte, Jorge Roelas, Eleazar Ortiz. Dirección: Tamzin Townsend Teatro Gayarre (Pamplona-Iruñea); 25-03-2007 Tarde-noche de sorpresas la que me deparó el destino. Atraído por el éxito que la adaptación de esta obra obtuvo en el cine, así como por su duración en cartel tanto en su original catalán, como en su traducción castellana, me acerqué –previas pesquisas- hasta el Gayarre de tierras de Sancho. La primera sorpresa fue en la entrada del teatro, frente al cartel de la obra: yo, que me las prometía muy felices por ver a la Cristina Marcos de mis entretelas, me encontré ante una foto de María Pujalte. Pero como fui con los deberes hechos, ya sabía yo que poco a poco la Pujalte iría sustituyendo a la Marcos una vez puesta la obra en provincias, así que prueba superada. El segundo obstáculo a superar fue más duro, y es que quedar de provinciano en la capital del reino es algo a lo que uno ya ni se resiste ni se opone, pero quedar de provinciano en otra capital de provincia, qué quieren que les diga, se lleva mal. Butaca 19, de la fila 1 de palco. Que era lateral, lo sabía; que hay un murete para que uno no se caiga al patio de butacas, es imaginable; pero pagar dinero –habiendo libres otras localidades- por una primera fila en la que la barra “anticaidas” no nos dejaba ver a nadie (y paso del metro noventa), es muy de provincias incluso para mí; y cuando digo barra, digo barra: de esas tubulares de color verde que cualquier ayuntamiento (capitalino o no) pone en las aceras para que los coches no arrollen a los viandantes. Eso sí, no eran verdes. Despojado pues del sentido de la visión, y ya que no iba a ver a la Marcos (me pone a mí la muchacha, qué le vamos a hacer), me dispuse a sobrellevar la función de la mejor manera posible. Pero no hallé demasiada colaboración. La chiquilla de mi derecha, impecablemente vestida, no dejó ni un solo instante de doblar y redoblar su gabardina, chaqueta, abrigo o lo que demonios fuera, que, de material sintético (la prenda, que no la chica), nos deleitó con su delicado frufrú toda la función. Deduzco que por aquello del sonido dolby surround, a la izquierda un amable caballero nos radió toda la obra con sus más que ocurrentes comentarios (apréciese la ironía); incluso se permitió la licencia de tamborilear los dedos en un silencio de los actores en pleno clímax; “manda h…”, que diría Trillo, porque el hombre se molestó en semicolgarse del palco (no, no se cayó) hasta alcanzar el revestimiento exterior de madera, y es que tamborilear los dedos sobre el terciopelo rojo de las butacas no hace ruido, entiéndanlo. Por lo tanto, negadas la visión y en muchas ocasiones la audición, me propuse sobrevivir hasta la salida sin mayor esperanza de éxito. Pero era tarde de sentidos, y si poca vergüenza tuvo el protagonista de los siguientes actos, menos he de tenerla yo, que los sufrí, en relatarlos. El asunto fue tan sencillo y escatológico como entender que tras abotargarse como cerdo cebón, donde mejor está uno es en su casa, y no compartiendo su comida en el teatro en forma de enjundiosos eructos con efluvios a puchero de alubias con chorizo. Líbreme dios de decir lo que ha de comer cualquier hijo de vecino en el día del ya nombrado, pero el de las alubias nos hubiera hecho no flaco favor habiendo picado un sándwich mixto. No pretendo caer con esto en el chiste fácil, pero lo mismo que para una buena comida (y si no, que se lo digan al del potaje) nos gusta mantel de hilo, uno se espera de un teatro como dios manda algo más que un tubo verde y, ni qué decir tiene, bastante más educación por parte de sus vecinos de fila. Así las cosas, y con los sentidos “distraídos”, mala crítica he de hacer de lo que en el Gayarre vi. La obra de Galcerán resulta de simple factura y burda resolución. De manera facilona, una especie de bufón mal traído de la Commedia dell’Arte (Jorge Roelas) protagoniza comentarios cómicos al más puro estilo de Esteso, ante un “guapo de los hermanos Calatrava” (Carlos Hipólito), que le saca punta a todo: el gag, la contestación rápida, el humor humillante, y el abuso de “tacos” constituyen el plato fuerte de la comicidad en la obra. Pero de pronto, un hasta entonces discreto Carlos (Eleazar Ortiz), protagoniza lo que sin duda es lo peor del espectáculo: la mariquita loca que cae en todos los tópicos –presuntamente hilarantes y desternillantes- habidos y por haber: pluma, poses y grititos. Mientras tanto, la Pujalte pulula por escena sin demasiado salero ni papel; como bien dicen en la obra, “tres hombres y una mujer […] el 25 %, políticamente correcto”. Diré en su honor que dudo mucho que la Marcos salvara mejor un mal papel. De pronto, la obra da un giro vertiginoso de 180º, y por arte y magia de Birlibirloque donde dije “digo”, digo “Diego”, y lo que antes era negro, ahora es blanco al más puro estilo clásico de la “machina ex deus”; sólo faltó la presencia de Zeus para decir a cada personaje qué había de hacer. La obra culmina con todo un “ejemplo” del buen proceder social, pero durante la hora y pico anterior bien que nos han endilgado al Esteso, al mariquita, al gracioso y a la Sra. florero. Pues muy bien, oiga. Al parecer Galcerán no estuvo muy conforme con la versión cinematográfica que llevaron a cabo Mateo Gil y Marcelo Piñeiro. No me extraña, ya que perseguían objetivos bien distintos: Mientras Gil y Piñeiro buscaban la inteligencia del lenguaje y lo retorcido de situaciones extrañas, pero siempre realistas y verosímiles, de la mano de Eduard Fernández o Ernesto Alterio (entre otros), el texto de Galcerán no pasa de comedieta burlona con intención ejemplificante y moralista, que utiliza dos rostros populares de series televisivas para atraer a un público frufrú y de olla podrida.