El multiverso escénico coreográfico de (LA)HORDE
Al menos desde las pinturas rupestres prehistóricas, el ser humano ha sentido la necesidad de representarse, la necesidad de hacer o trazar una imagen de si mismo. Parece que el ejercicio de re-crearse o de representarse, imitando de diferentes maneras nuestra fisonomía, nos sirviese para vernos y analizarnos, para colocarnos en foco, para darnos algún tipo de perspectiva.
Me pregunto si nuestros avatares digitales o las figuras humanas que manipulamos en los videojuegos también son una representación, una re-creación nuestra que nos ofrece una perspectiva de lo que somos. En otras palabras, que nos devuelve una imagen de lo que somos. En las generaciones más jóvenes con acceso al mundo tecnológico parece que hay un enganche a la realidad virtual y a los videojuegos. El teatro también podría ser una realidad virtual y también es juego, pero implica co-presencia y activación de percepciones que solo se dan en vivo y en directo.
En la realidad virtual y los videojuegos el ser vivo interacciona con la máquina, a través de la pantalla, e interacciona con otras personas, pero también a través de la máquina, de la mediación tecnológica y de sus algoritmos. Del mismo modo, muchas personas tenemos nuestros perfiles virtuales en las redes sociales. Se supone que los hemos creado, aunque, en realidad, dependen de los algoritmos y lo que marquen esos dispositivos tecnológicos. Todo esto, me da la impresión, nos modifica y está cambiando nuestras actitudes y maneras de relacionarnos.
El viernes 14 de junio fui a ver ‘AGE OF CONTENT’ de (LA)HORDE/Ballet national de Marseille al Rivoli del Teatro Municipal do Porto (Portugal). Un espectáculo fascinante a todos los niveles, con coreografía del colectivo (LA)HORDE, formado por Marine Brutti, Jonathan Debrouwer y Arthur Harel, y citas coreográficas de Lucinda Childs.
La edad de la saturación de contenidos y la danza post-internet de (LA)HORDE nos lleva a una especie de híbrido entre el hangar de pruebas de una fábrica tecnológica y el escenario, donde individuas indiferenciadas, con chándal, capucha y máscaras, danzan con un prototipo de automóvil manejado por control remoto por un hombre que está situado en el corredor superior de ese hangar. El automóvil se mueve, se agita, se sacude, en interacción con las bailarinas, primero en un dúo y, después, con todo un grupo indiferenciado. La danza se vuelve acrobática y su sensualidad se acerca a la frialdad de las estéticas de videoclip musical, en un terreno casi fantástico o de ciencia ficción.
Estas primeras secuencias resultan sorprendentes por las combinaciones entre la máquina y el elenco, a medio camino entre el avatar virtual y la persona. Son un pasaje que despliega un mecanismo dramatúrgico de preparación para las siguientes secuencias, en las que la máquina, el automóvil teledirigido, es substituido por una bailarina que, literalmente, actúa como un avatar de videojuego. Es la primera vez que veo tal perfección en el movimiento de imitación, recreación de un avatar, de un personaje de videojuego. El telón que cubría el foro del escenario pasa a una enorme estampa que representa una especie de caverna, con un lago y con zonas iluminadas de una manera incandescente. A esa bailarina articulada como un avatar de videojuego, se suma un bailarín en la misma dinámica y, después, todo el elenco. Las interacciones ahora también parecen teledirigidas y ellos marionetas manejadas por control remoto por alguien que no vemos. Ese alguien es el jugador, podemos ser nosotros.
Esta edad del contenido es también la saturación que produce la reproducción industrial y nuestro consumo compulsivo de contenidos. El bucle que generan los avatares tecnológicos o la inteligencia artificial, que imitan a seres humanos, y ahora los seres humanos imitando o siendo influidos por los avatares digitales, que son imitación, a su vez, de los humanos, parece un laberinto en el que es fácil que desaparezca la emancipación, la libertad y la salud del contacto en vivo y en directo.
‘AGE OF CONTENT’ nos fascina por su perfección y por la calidad de la danza, de la escenografía, de la iluminación, del espacio sonoro, de la coreografía y de la dramaturgia. Nos produce, en las dos primeras partes, ese desasosiego que se desprende de la frialdad casi automática de esos personajes de videojuego, cuyas relaciones y reacciones emocionales no son más que una forma vacía, pero impactante. El afecto se reduce a trazos geométricos gestuales, a actitudes iconográficas, también la violencia o el sexo, en intercambios gratuitos que no construyen nada. La repetición en combinaciones infinitas genera otro bucle por el que perderse y abdicar de si mismas/os. Velahí una manera de atenuar o desactivar identidades en el bucle del multiverso, que reproduce universos en los que no parece abundar la diversidad sino lo clónico.
En la tercera y última parte, sin embargo, vuelve el telón a cubrir el foro del escenario, movido por la luz y por el desfile de las bailarinas y los bailarines, que, por fin, lucen su expresión personal singular, sin la máscara de los filtros típicos de las imágenes de las redes sociales o de los personajes de videojuego. Sonrisas solares, luz cálida y la danza citando ‘Einstein on the Beach’ de Lucinda Childs y Robert Wilson, en un frenesí que hace “scroll”, como en los “reels” (vídeos cortos) de Instagram o Tik Tok, con la danza posmoderna, citas de coreografías icónicas del musical y otras fuentes pop. Pero lo más significativo de este final, según mi parecer, es el calor y la pasión, la entrega total, en composiciones grupales que nos devuelven a la energía multiplicadora de la comunidad, del cuerpo a cuerpo. Las secuencias finales son un despliegue de endorfinas, una apoteosis que acabó con todo el público eufórico, aplaudiendo de pie.
Señalar también, en la fascinante producción de este espectáculo, el techo artificial cuadriculado, de luz fría, sobre el multiverso escénico-coreográfico. No es usual en los espectáculos de danza la presencia de un techo. Por lo general, el arriba, la extra-escena superior, el lugar del cielo, siempre resta al arbitrio de nuestra imaginación, pero aquí no. En ‘AGE OF CONTENT’ hay un techo de cristal cuadriculado, de luz blanquecina. Del mismo modo que nuestras identidades virtuales, en nuestros perfiles de las redes sociales, o en los avatares que manejamos en videojuegos y en el multiverso, influencian lo que somos, nuestras relaciones etc.
Por tanto, hay un trasfondo muy crítico en ‘AGE OF CONTENT’, que a mí me ha tenido tan alucinado como compungido en las dos primeras partes. Pero también nos ofrecen una vía de redención, en ese final pletórico en el que la comunidad baila unida dándolo todo.
P.S. – Otros artículos relacionados:
“Childs, Carvalho, Lasseindra, Doherty. La Horde y el ballet”. Publicado el 12 de diciembre de 2022.