Mirada de Zebra

El no miedo

Durante la creación de nuestro primer espectáculo de gran formato, «Decir lluvia y que llueva»», mientras esbozábamos las primeras ideas y el estreno aún quedaba lejos, tuve una inquietante certeza: nunca volveríamos a ser tan libres como entonces. Intuí claramente que en las futuras creaciones no volveríamos saborear esa sana despreocupación por el resultado, esa experimentación sin prejuicios, ese priorizar el juego del momento olvidando la desazón del “qué pasará”, del “qué dirán”.

Pensándolo ahora, quizá nuestra gran virtud en los inicios fue desconocer los miedos que nos acecharían después de aquel estreno. Una vez entramos en el circuito profesional, con las responsabilidades económicas, las críticas, la competencia por ser programados… los miedos que al principio no veíamos se hicieron presentes. Ahí estaban, mirándonos, como enemigos a los que se les ha corrido la pintura de camuflaje: el miedo a que las expectativas, las propias y las ajenas, sean sólo fuente de frustración; el miedo a que la creatividad se convierta en la repetición de esquemas estéticos y temáticos previos; el miedo a que el público venga, pero no esté presente; el miedo a programar las actividades de la compañía sin entrar en las programaciones de los teatros y festivales; el miedo a que la pasión por lo que hacemos no esté donde siempre nos alentaba; el miedo a ver como problema lo que quizá esconde una solución; el miedo a que la amenaza de quiebra permanente finalmente se consume.

El miedo se traduce casi siempre en miedo a perder algo: el estatus económico, el reconocimiento de otras personas, la identidad, la pasión, la integridad física o mental… Si atenaza, la reacción instintiva es conservar lo que podamos tener. Nos sitúa mirando hacia el pasado, hacia lo que se consiguió, hacia lo que fue y quizás ya no sea más. El miedo es probablemente el estado más alejado de la creatividad. Anula la mirada creativa que se proyecta hacia delante, hacia lo nuevo que se puede crear, hacia lo que queda por explorar, hacia ese lugar incierto donde las ideas brotan y que sólo la imaginación atisba.

Cuando pienso en las actrices, en los actores que me subyugan, más allá de su talento, su oficio, disciplina o sensibilidad, lo que verdaderamente me atrapa es su aparente ausencia de miedo. Esa disposición donde han perdido el miedo al error, a no ser buenos/as, a no seguir una determinada técnica o a no ser creativos/as. Esa disposición desatada, inocente y profunda donde, pareciendo que pueden perder todo, encarnan cada momento como si después no hubiera otro. Creo que estas actrices, estos actores, transmiten algo que transciende la obra, su personaje, lo que puedan decir o hacer; por unos instantes muestran algo que a veces parece una utopía: el pálpito de una existencia donde el miedo no encuentra lugar.

Pienso en teatros que fueron creados en medio de guerras, territorios asediados por el miedo. Pienso en la compañía judía que estrenó «El amor en su lugar» de Jerzy Jurandot en el Gueto de Varsovia el 16 de enero de 1942, semanas antes de que los nazis los deportasen definitivamente. Pienso en la troupe de Tadeusz Kantor que, también durante la ocupación nazi de Polonia, ensayaba en bunkers y mostraba de forma clandestina los espectáculos en casas particulares, en una época en la que la actividad teatral estaba prohibida e incluso castigada con la muerte. Pienso en la compañía palestina Balalin que en la década de los 70, cuando la invasión de su territorio por parte de Israel seguía su curso, representó durante años el espectáculo «Oscuridad»; una obra que simulaba un apagón en el teatro y que obligaba a elenco y público a sostener velas para que la función pudiese continuar. Me acuerdo también de los actores, de las actrices que presentaron «Esperando a Godot» en Sarajevo durante la Guerra de Yugoslavia bajo la dirección de Susan Sontag, mientras se oían disparos y caían bombas alrededor del teatro donde actuaban.

¿Qué era el teatro para estas personas? Quizá una trinchera contra el miedo, quizá un reducto de humanidad cuando alrededor a ésta apenas se la encuentra ya, o simplemente una manera de mantener cierta normalidad cuando el estado de excepción se instaura en las calles.

En euskera, la palabra “miedo” (“beldur” o “bildur”) tiene el mismo origen que la palabra que significa “recoger” o “juntarse” (“bildu”). Tal vez porque quien tiene miedo se recoge y se junta. De ahí deriva una bella definición de lo que un grupo de teatro puede ser: unas personas que se recogen y se juntan para crear, y ahuyentar así los miedos, sean éstos artísticos, circunstanciales o invisibles.

Desde aquel estreno de «Decir lluvia y que llueva», el reto ha sido volver a encontrar aquella libertad sin miedo que estaba allí sin que nadie la convocara. Intentar aprender lo que la ignorancia nos enseñó. Recuperar lo que nos arrebató conocer lo que envuelve al arte y al teatro, pero que ya no es arte ni teatro. Tratar de saber cómo no volver a saber. Es decir, dejar que la inocencia nos haga más sabios.


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