Críticas de espectáculos

El oratorio de Aurelia/ Aurélia Thierrée

AURELIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS Y EL SUEÑO O LA VIDA
(EL ORATORIO DE AURELIA. Dir.: Victoria Thierrée Chaplin. Actriz: Aurélia Thierrée. XXX Festival Internacional de Teatro. 29-X-05, Teatro Principal, Vitoria.)
No es gratuita la paráfrasis del subtítulo de la obra homónima de Gerard de Nerval, en el subtítulo de esta aproximación a El oratorio de Aurelia -protagonizado por Aurélia Thierrée-, puesto que en él sueño y vida se confunden en pos de una superrealidad total, en un ejercicio múltiple de artes escénicas conciliador de drama y música en el oratorio.
SALIR DEL ARMARIO
Con cierto aire familiar, que recuerda por estos lares a los montajes de Philippe Genty, el espectáculo, dirigido por Victoria Thierrée Chaplin, madre de la actriz, representa una salida del armario –de una cómoda, más bien incómoda, a decir verdad- que explora el inconsciente desde una amable estética grotesca hecha, con ilusionismo de fino humor, de descoyuntamiento, amputación indolora o catalepsia –como en la escena del suicidio del muñeco enamorado de Aurelia- reincidiendo, como en un motivo recurrente, en ese desdoblamiento de ser y sombra, en el híbrido de cuatro piernas, cuatro brazos y sendas cabezas, en un andrógino, en definitiva, como forma de reconciliación de la unicidad del ser a través de los sueños, en rojo carmesí –sangre, pasión, vida, carmín- y con la danza como medio de acceso al ámbito sagrado, al ritmo enfebrecido de una música de tango.
Y EL JUEGO DE LAS PRENDAS… ES QUE LO BORDA
Ese viaje al inconsciente devuelve la vida a la materia desde la magia simpática -con simpatía-, reavivando la energía estática de las cosas que, sin llegar a al rebelión de los objetos, los conjura desde el animismo y la personificación, animando las cortinas y el atrezzo –perchero, velador, aguamanil-, o la lencería, motivos recurrentes que rozan el fetichismo. Y, muy en particular, las prendas de vestir –capa de mago, vestido de mujer o levita de caballero- que, levitando en perchas desde lo alto, proporcionan su identidad sexual a la maga o su asistente varón –inversión de los roles convencionales del mago-, “investidura libidinal” llovida del cielo, que –identidad aparte- les cae como un traje. Y es ahí donde intervienen, duendes de la fantasía sexual, las marionetas –homúnculos de ¿Blancanieves y los siete enanitos?-, como diminutos genios del lugar, o el íncubo de la puntillista miniatura oriental bordada en blanco -a punto de nieve- sobre el cañamazo de luz negra.
TRAMPANTOJOS Y CAPRICHOS
Un juego teatral manierista, por último, de teatro dentro del teatro, con trampantojos de acceso a al trasmundo en las portezuelas ocultas en los pliegues laterales del telón, y teatro de títeres en que Aurelia actúa para un público escolar de muñecos –angelito que revoloteara en la guillotina del guiñol-, o el exquisito concierto de relojería, hilvanados por el hilo rojo –foulard, cola del vestido, hamaca, cuerda de caprichosa equilibrista o el telón de una escenografía que se tambalea al antojo de la prestidigitadora, merced a sus impulsos-, antes de que se descosa la tela y se vaya devanando la madeja –devanándose el ovillo de los sesos del espectador-, deconstruyendo o rebobiando ese tapiz de fugaces apariencias, delimitando la ilusión óptica al compás de la música barroca, señalando las fronteras del espectáculo y confinándolo en el anfiteatro de la cámara negra del cráneo.
ILUSIONISMO COMO PARA PARAR UN TREN
Alquimia –coronada por el opus aureum del vestido dorado del fin de fiesta- de unos sueños, en definitiva, que permiten reconciliar, con sutil ironía, a un ser escindido en el andrógino primigenio, con ingenio naïf, por medio del sueño paradójico, con anécdotas –el contradictorio uso del despertador o el abanico; más regar la ropa para que se seque, tomar el sol bajo la nieve o quemarse con el helado– que van de una ingenua boutade a auténticos cuadros vivientes de surrealismo -de línea clara- a lo Magritte, con estampas que tienen algo de pose, elegantes y amaneradas, con voluntad esteticista, de plasticidad y cromatismo más que bien conjuntados –del rojo al negro pasando por el blanco-, y en un teatro imaginario en el que se representa, sacudida por las vibraciones de los objetos –su energía dinámica-, la corporeización de las pulsiones del eros galante y un thánatos ilusorio–simbólico, onírico-, como en esa escena final en que una locomotora eléctrica atravesará a Aurelia –a la sazón, y a la vista de todos estaba, como para parar un tren-.


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