Críticas de espectáculos

El Otro / Miguel de Unamuno / El Desván Teatro

Fascinante función

«EL OTRO«, es un ingenioso melodrama de misterio en tres jornadas y un epílogo, de Miguel de Unamuno, estrenado en 1932 con relevante éxitoen el Teatro Español de Madrid- por la compañía de Margarita Xirgu/Enrique Borrás. Una gran obra renacida por la compañía El Desván Teatro (en una coproducción hispano-mexicana) que recientemente ha sido representada -en versión de Alberto Conejero– en la Muestra de las Artes Escénica de Extremadura.

Para los que conocen bien las obras dramáticas del ilustre bilbaíno, que perteneció a la generación del 98 y se posicionó en la vanguardia teatral de principio de los años XX, creando una nueva forma de hacer teatro (que posteriormente tomaría el nombre de «una­muniana») en un intento por renovar la escena española, con factores principales como el sentimiento trágico de la vida y sus inquietudes existenciales -la muerte, la duda, la fe y sobre todo el misterio de la personalidad-, el melodrama filosófico/psicológico «EL OTRO«, escrito en 1926 durante su exilio en Francia, sobre el tema pirandelliano de la identidad («Ninguno sabemos quiénes somos nosotros mismos…«), acaso es el que mejor refleja sus grandes preocupaciones e ideas («Mi vida interior es una feroz pelea por la conquista de la personalidad», decía en una carta a Aniceto Sela).

«EL OTRO» nos propone el tema del misterio de esa íntima personalidad, desdoblada -en lo consciente y en lo subconsciente- en dos hermanos gemelos. Un tema cuyo relato sombrío comienza cuando uno de ellos ha muerto asesinado por el otro y el que vive pierde su identidad, ya que no sabe si es el otro o él mismo. Un tema complejo de gemelos donde el autor muestra los debates del espíritu en una atormentada lucha, que llega a trasponer las fronteras de la razón -confundidos la realidad y el delirio- en el alu­cinado personaje que es foco de la obra y encarnación humana del mito bíblico de Caín y Abel. Un tema donde Unamuno ha visto el lado trágico, la eterna lucha del ser consigo mismo, exasperada ante el doble que le repite, como un espejo, su imagen.

La versión de Conejero es, en general, respetuosa con la tesis unamuniana. Si bien, ubica la obra en la postguerra franquista, elimina un personaje prescindible (don Juan) e indaga en la psiquiatría presente tratando de dar un mayor sentido a los episodios psicóticos (paranoides) del personaje en cuestión. Y brinda con hálito creador y mayor ambición en los diálogos –no menos poéticos que los del texto original- las posibilidades de una lectura más actual. Máximamente, en la que paralelamente entran en juego parlamentos que sutilmente debaten sobre el enterramiento de los muertos -vencedores y vencidos- de la guerra civil española, un dolor que no calla a partir del momento de mayor carga dramática de la obra, cuando «el Otro» pone a razón la locura y se identifica con los personajes de Caín y Abel, por un lado, y de Esaú y Jacob (que se peleaban ya en el vien­tre de su madre Raquel con odio fraternal), por otro. Tema ocurrente, en estos momentos que no sabemos dónde poner al muerto del Valle de los Caídos –máximo responsable de la matanza- imaginando que hay muertos que se llevan mal con los «otros» muertos.

La puesta en escena del mexicano Mauricio G. Lozano -del que vimos en el Teatro Romano de Mérida un llamativo montaje de «Antígona«, en 2011-, repleta de calidad formal en todos sus elementos artísticos, ha sabido remarcar la depurada ambientación catártica específica del teatro unamuniano, que reduce la acción a lo esencial, concentra los conflictos y las pasiones, desnuda la palabra dramática y la escena de todo ornamento. Ha buscado la sonoridad del lenguaje en los fragmentos más incisivamente dramáticos y ha potenciado el trabajo del actor eliminando objetos físicos en un sombrío decorado (realizado por Diego Ramos con iluminación de Fran Cordero), para sustituirlo por signos que marcan el lugar que se desarrollan las escenas. Todo con un sentido rítmico de composición y estilo interpretativo del realismo veraz, que contribuyen al fascinante clímax con que transcurre la representación.

En la interpretación, todo el elenco está impecable en sus respectivos papeles, que entran por la retina y sacuden el alma en los distintos momentos de la trama. José Vicente Moirón (el Otro), vibrante de energía corporal y declamatoria en todos sus registros, borda su difícil personaje lleno de inquietudes, de cavilosidades, de ausencias del alma, de crisis y metamorfosis que se operan en su debatido ánimo. Las escenas que realiza a solas con Carolina Lapausa (Laura) y Silvia Marty (Damiana), que le dan magnífica réplica tratando de seducirlo a su manera, con pasión y brío, son para enmarcar. Domingo Cruz (Ernesto), actúa con convicción y buena organicidad escénica en el personaje de un siquiatra formado en la Alemania nazi (según esta versión). Y Celia Bermejo (Ama) logra un encaje perfecto, con voz y gestos contenidos, en su rol de un personaje umbrío, que lo sabe todo y guarda silencio.

José Manuel Villafaina


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