El papel de quien cuenta
La columna que publicamos la semana pasada, en la que hicimos una ligera mención de las tendencias que luchan por consolidarse en Argentina en el tema de la narración oral, ha sido objeto de muchos comentarios, escritos algunos en la revista, y expresados otros a través de nuestro correo electrónico, y en los cuales se advierte una afortunada coincidencia y es el reconocimiento del cuento como algo capaz de generar movimiento en la conducta del ser humano y transformar su pensamiento.
Nos ha sorprendido descubrir a tanta gente, contando, con la intención de despertar en el oyente una respuesta, que vaya más allá de la simple escucha, y que haya decidido por ello apartarse del carácter competitivo, y del afán de impactar que se ha querido apoderar de esta actividad, con el pretexto de que lo contado, sino es orquestado, no cumple su objetivo. Y nos ha sorprendido, porque cuando hacemos presencia en espacios diseñados para la narración oral, percibimos, en la mayoría de quienes participan, un afán de protagonismo, que nos lleva a pensar en el abandono de la responsabilidad social de quien asume el compromiso de contar un cuento.
Estas palabras pueden sonar románticas y, además parecerse a uno de aquellos discursos vehementes de cuando se hablaba del compromiso político en el arte, en lo cual no creemos, porque somos de la opinión de que arte y política no concilian; pero insistimos en el término compromiso social, porque el arte tiene ese origen, y sus preguntas y respuestas sólo es posible hallarlas donde nace, crece, se reproduce, y va al museo, es decir, en la sociedad.
Quienes nos han escrito son personas que han asumido la narración oral con sentido de exploración permanente, con el fin de analizar las consecuencias que tiene contar un cuento, y parecen estar de acuerdo en que el objetivo de esta actividad debe ser más de comunicación que de distracción, y son por eso conscientes de la necesidad de hacer sobre la misma un constante examen que le permita crear su propio método de ejecución, para evitar que el sentido de competitividad, que tiende a apoderarse de ella, la convierta en una actividad plagada de audacias, y que por tal motivo, su esencia, que es el relato, termine siendo una forma subsidiaria, a la cual debe darse brillo exterior para hacerlo parecer convincente.
La cuestión que nos lleva a recabar en el tema de la narración oral es su objetivo, de cuyo cumplimiento es responsable, sin más, quien cuenta el cuento.
Contar cuentos se ha convertido en una actividad accesoria de las artes escénicas, sin que muchos de quienes lo hacen se consideren obligados a asumir la tradicional responsabilidad social de éstas, creando una noción de facilismo que ha provocado la masificación de su ejercicio y ha hecho que contraiga el mal que termina afectando a todo aquello que se vuelve popular, y es la irresponsabilidad en el cuidado de la calidad del producto, porque el término popular siempre ha estado asociado al concepto de distracción, y nunca de formación.
Los comentarios que hemos recibido nos llevan a insistir en una opinión que tantas veces hemos expresado en foros, abiertos para hablar sobre narración oral, y que no siempre ha sido bien recibida, y es la de la utilidad de mantener en constante evaluación a la narración oral si se la quiere consolidar como un elemento con respetabilidad social, y si se quiere además convertirla en un arte, aunque consideramos que el cumplimiento cabal de su objetivo no está necesariamente ligado al concepto de lo estético, porque hay gente que cuenta, usando solo las herramientas que le dio la naturaleza, y cumple muy bien el objetivo de comunicar.
Las opiniones que nos han compartido a raíz de nuestra columna pasada, nos ratifican el interés de muchos, de que se abra un debate serio, reposado, sin sesgos, para definir cuál es el papel del narrador oral en un mundo en proceso de desarraigo cultural como consecuencia de la compresión de las formas de comunicación, y de la rápida conversión, de las pocas que quedan, en simple entretenimiento.