El poder de las locuras teatrales (Le pouvoir des folies théâtrales)/Jan Fabre/Festival de Avignon
Jan Fabre o la provocación
Quienes, durante los últimos diez años, han venido siendo los directores, una, administrativa, y el otro, artístico, del Festival de Aviñón, Hortense Archambaut y Vincent Baudriller, abandonan su puesto ahora para ser sustituidos por Olivier Py, actual director del Théâtre de l´Odéon de París. Con tal motivo, organizaron en ésta su última edición del festival un ciclo titulado Un artista, un día en el Festival (Des artistes un jour au Festival) en el que participaron con un espectáculo presentado en l´Opéra-Théâtre de Aviñón tanto los trece «artistas-asociados» que acompañaron a dichos directores en su recorrido – Thomas Ostermeier, Jan Fabre, Josef Nadj, Frédéric Fisbach, Valérie Dréville, Romeo Castellucci, Wajdi Mouawad, Christoph Marthaler, Olivier Cadiot, Boris Charmatz, Simon McBurney, Stanislas Nordey y Dieudonné Niangouna – como otros creadores estrechamente ligados al Festival como Guy Cassiers, Sascha Waltz, Alain Platel, Peter Brook, Arthur Naucycel, Claude Régy, Pipo Delbono, Pascal Rambert, Patrice Chéreau o Anne Teresa de Keersmaeker (un plantel fastuoso como se puede comprobar). Como era de esperar, cada uno de estos creadores presentó un espectáculo más bien de circunstancias en cuanto iba a durar un solo día. La excepción la constituyó Jan Fabre, cuya compañía Troubleyn actuó dos días seguidos con Le pouvoir des folies théâtrales (El poder de las locuras teatrales), una pieza clave de su repertorio que se extiende durante más de cuatro horas.
En realidad, El poder de las locuras teatrales, presentada en la Bienal de Venecia de 1984, es la producción que introduce a Jan Fabre en la escena internacional. Nacido en la ciudad flamenca de Amberes (Bélgica) en 1958 y hoy reconocido mundialmente como pintor, escultor, dramaturgo, director de escena, diseñador y coreógrafo, no cabe duda de que su formación en el Instituto Municipal de Artes Decorativas y la Real Academia de Bellas Artes de su ciudad natal le marcó, como a tantos otros creadores postdramáticos, como un artista fundamentalmente plástico. No es de extrañar, por tanto, que su trabajo inicial en el teatro estuviera muy próximo a la «performance», tan cercana a su vez al conjunto de las artes visuales. Y es ésa su condición «performativa» la característica primera del espectáculo realmente asombroso que, recreado en 2012 en el Impulstanz Festival de Viena, pudimos contemplar en Aviñón.
Lo que Jan Fabre pretende evocar en su función es ni más ni menos que la Historia del teatro, la ópera y la danza de mediados del siglo XIX hasta el momento en el que El poder de las locuras teatrales se estrenó. Su inicio es el teatro burgués, tan bien representado desde el punto de vista arquitectónico por esta Opéra-Théâtre de Aviñón inaugurada un año antes de que las jornadas revolucionarias de 1848 dieran al traste con la monarquía de Julio e instaurasen la II República francesa. Un teatro con su fachada pseudogrecorromana debidamente recargada estilo Louis-Philippe, su gran escalinata escoltada por las estatuas de Corneille y Molière (Racine no encontró su lugar en una ciudad tan de derechas), sus butacas tapizadas en un color granate ya un poco desgastado por el uso, sus palcos, sus lustros, sus dorados de purpurina, su araña de cristal y su aspecto de gran caja de bombones en la que resuena todavía el eco del fru-fru de los miriñaques, el runrún de los abanicos de las damas y el tintín cristalino de las copas de champán. Es contra ese teatro trasnochado que, tras un «lifting» formal de sus arrugas, sigue ocupando la mayoría de los escenarios de hoy en día, contra el que se arremolina Jan Fabre con una sucesión de nombres y de fechas que marcaron su renovación. En el principio fue Richard Wagner cuando, en 1876, en el estreno de El anillo del Nibelungo, hizo apagar las luces de la sala y el espectáculo como tal se concentró en el escenario. Y luego vino una retahíla de creadores y espectáculos de todos conocidos: El rey Lear y el Marat-Sade de Peter Brook,, el Dyonisos de Richard Schechner, El príncipe constante de Jerzy Grotowski, La cocina de Arnold Wesker, el Paradise now del Living, 1789 de la Mnouchkine, Mauser y Hamletmaschine de Heiner Müller… directores y obras que supusieron una revolución formal y de temática del teatro convencional. Y entre las que no falta, cerrando la enumeración, It is Theatre as to be Expected and Foreseen (Esto es teatro tal como debe ser esperado y presagiado), una de las primeras obras de Fabre fechada en 1982.
Poco nuevo hasta aquí si no es el rechazo radical del teatro convencional en un momento en el que éste, tras la explosión creativa de los años sesenta que encarnan los nombres antes mencionados, vuelve a ocupar la escena afirmando la primacía del texto. La novedad reside en la manera en la que Fabre expone sus ideas, dejando a un lado toda clase de trama, disquisición verbal o interpretación actoral, esto es, toda «representación» de las mismas, para remitirse a un tratamiento formal decididamente austero, geométrico y estilizado (ver tráiler de la versión de 1984 en el sitio: http://www.youtube.com/watch?v=wqV5nrVtEwM).
El escenario está desnudo salvo 23 bombillas que cuelgan de las varas y una gran pantalla rectangular al fondo. Once actores de un total de quince (cinco mujeres y diez hombres, entre ellos un cantante de ópera) emergen de la oscuridad y permanecen alineados frente al público, dándole la espalda. Su indumentaria es exactamente la misma: pantalón y cinturón negro, chaqueta negra con solapas reforzadas, camisa blanca, corbata negra estrecha como se llevaba en aquellos tiempos, ropa interior blanca y zapatos negros de punta afilada. Poco a poco se empiezan a mover de una manera acompasada mientras vocean la fecha de su nacimiento. Cuando uno habla, se enciende su bombilla con mayor o menor intensidad. La música minimalista de Wim Mertens que sonó al principio en la oscuridad ha sido ahora reemplazada por la de la ópera Pentesilea de Othmar Schoeck, y sobre la pantalla del fondo se proyecta una escena erótica de Fragonard. Una de las intérpretes – ¿o habría que llamarla «ejecutante»? – es empujada al foso y pugna ahora por subir de nuevo al escenario. Un compañero se lo impide violentamente al tiempo que le hace una pregunta a gritos – «Achtzehnhundertsechsundsiebzig!» («¡mil ochocientos setenta y seis!»– que ella no sabe, o no quiere, contestar. La secuencia dura al menos quince minutos hasta que, llorosa como un niño castigado en el rincón, ella responde: «Der ring des Nibelungen (El anillo del Nibelungo), Richard Wagner, Festspielhaus, Bayreuth» y su antagonista la deja subir.
Así es el esquema de cada una de las dieciséis escenas de unos veinte minutos cada una que componen la pieza en su totalidad: entrada y distribución de los ejecutantes en un orden generalmente geométrico, comienzo de unos ejercicios repetitivos y por lo general extravagantes y grotescos – una «suelta» de ranas (¿princípes encantados?), un destrozo de platos en escena, un duelo a muerte a ciegas al borde del proscenio, una «colada» de calcetines blancos, la azotaina que recibe en el trasero una de las ejecutantes hasta que exclama: «1982, Esto es teatro tal como tiene que ser esperado y presagiado, Jan Fabre, Théâtre Stalker, Bruselas» o dos emperadores coronados (¿el teatro y la danza?) que, cetro en mano, bailan, desnudos, tangos – ejercicios todos ellos que van ganando intensidad hasta convertirse en desaforados y frenéticos hasta entrañar peligro para el ejecutante: espachurrar una rana, cortarse el pie con un plato roto, agotarse al correr hasta llegar al borde del infarto… Todo ello acompañado por fragmentos de óperas famosas – El crepúsculo de los dioses o Tristán e Isolda de Richard Wagner, la Salomé o la Elektra de Richard Strauss, la Carmen de Bizet… – y proyecciones de estilo manierista como Las caricias de Khnopff, Amor y Psique de Picot, La «toilette» de Venus y Diana cazadora de la Escuela de Fontainebleau, La jura de los Horacios de David o La Gran Odalisca de Ingres. En definitiva, un conjunto de escenas que siempre empiezan como un «happening» para terminar en «performance». Tal vez una de las más arriesgadas sea precisamente ésa en la que los ejecutantes corren «in situ» gritando los nombres y las fechas más importantes del teatro (y también de la danza) durante casi media hora sin parar. Terminan agotados, bañados en sudor y al límite de pulsaciones. Y cuando han recuperado el aliento y están más relajados, se sientan en el escenario a fumar un pitillo mientras observan al público asistente. En su libro sobre el teatro postdramático, Hans-Thies Lehmann señala esta pausa como un ejemplo de lo que sería «la irrupción de lo real en escena», esto es, el momento en que la «representación» queda interrumpida y es sustituida por el comportamiento cotidiano (a decir verdad, a mí me pareció que la pausa, al menos en l´Opéra-Théâtre, formaba parte del guión y era tan «teatral» como lo demás; un buen ejemplo de lo que dice Lehmann sería el «chorreo» que la Liddell echó a su electricista en plena representación de Maldito sea el hombre que confía en el hombre. Un proyecto de alfabetización).
Cabría preguntarse por cuál fue la reacción del público ante un espectáculo tan premioso y tan repetitivo, en el que si los actores no se visten y se desnudan al menos unas veinte veces en escena, es como que si no lo hicieran ninguna. Previendo el posible cansancio de la gente y como el año pasado en Los contratos del comerciante de Jelinek y Stemann, estaba permitido abandonar el recinto por un rato, lo que, dada la estrechez de los asientos y la existencia de «transportines» en los pasillos, contribuía a pasar a la sala el caos reinante en el escenario. Pero no hay que engañarse, eso mismo – el caos – es lo que deseaba crear Jan Fabre quien, como buen conocedor del nuevo teatro, sabe perfectamente que el público es parte constitutiva al cincuenta por ciento de toda «performance» que se precie. Así, mientras los «performers» se fatigan, se lastiman o echan el bofe, el público está asimismo sometido a un «stress» muy parejo. Y es entonces cuando el espectáculo funciona, cuando el espectador comienza a tomar parte en lo que sucede en el escenario (aunque sea por ver si acaba de una vez) y se siente, aunque no sabe cómo, directamente concernido por ello. Así, entre tanto levantarse y sentarse para dejar pasar al vecino de al lado, el público, de pronto, se da cuenta de que los vociferantes actores llevan corriendo allí más de veinte minutos de seguido y rompe en una clamorosa ovación. Claro que siempre suele haber alguna salvedad y hay gente que se va o empieza a protestar a grandes voces manifestando su indignación (no sé qué tiene este teatro que siempre se produce algún altercado, como hace dos años con Sobre el concepto del rostro del Hijo de Dios de Castellucci que dio lugar a una pelea en la platea que le costó un ojo morado a un espectador).
Y es que ése es el talante de Jan Fabre, el de ser un gran artista y un gran provocador. Él fue quien le dio la vuelta al Festival cuando, siendo artista asociado en 2005, llevó allí dos de sus espectáculos más rompedores, L´histoire des larmes (La historia de las lágrimas) y Je suis sang (Soy sangre), que abrieron la puerta a ese teatro del concepto, del gesto y de la danza que luego ha tenido tanto éxito en Aviñón. O quien presentó allí, en 2009, su Orgía de la tolerancia, un alegato de una violencia radical contra la crisis financiera que acababa de empezar en Europa. O el mismo cuyo tráiler en vídeo de la última versión de El poder de las locuras teatrales, la mostrada en el Festival de Aviñón, ha sido parcialmente censurada en Youtube. Ojalá que, muy pronto, le tengamos de nuevo por aquí.
David Ladra
Título: El poder de las locuras teatrales (Le pouvoir des folies théâtrales) – Concepción, puesta en escena, coreografía y luz: Jan Fabre – Música: Wim Mertens – Vestuario: Pol Engels, Jan Fabre – Intérpretes: Yorrith De Bakker, Piet Defrancq, Mélissa Guérin, Nelle Hens, Sven Jakir, Carlijn Koppelmans, Georgios Kotsifakis, Dennis Makris, Lisa May, Giulia Perelli, Gilles Poet, Pietro Quadrino, Merel Severs, Nicolas Simeha, Kasper Vandenberghe, Zafiria Dimitropoulou – Producción: Troubleyn/Jan Fabre – Opéra-Théâtre d´Avignon, 15 y 16 de agosto 2013