El refugio
En esta época en que estamos sitiados por las tecnologías que sobrepasan las capacidades humanas, resurge con su fuerza primitiva el espacio teatral que convoca las elementales fuerzas creativas (canto, poesía, danza), y matiza la amenaza de deshumanización de nuestras sociedades. El teatro, ese invento que se forjó en el crisol griego hace 2 600 años, combate con discreción y eficacia las tendencias a desconectar el cerebro para substituirlo por una máquina.
Nuestro cerebro, este precioso órgano que nos sitúa en las riveras del cosmos, nuestro sistema cognoscitivo que nos ayuda a transcurrir en el breve intervalo de nuestras vidas, es un músculo que puede (y tal vez debe) crecer con el impulso de nuestra acción. El teatro que ofrece tantas vidas en escena, que tiene un legado impresionante de obras listas para florecer de nuevo en un presente absoluto, es un aliado perfecto en el que se conciertan tantas voluntades que dan vida a un instante de lucidez colectiva, puede ser un compañero para enfrentar el abandono, el desierto en el que nos deja la tecnología.
Regresemos a lo esencial: un espacio en el que se manifiestan las potencias, espacio para oficiantes, y un círculo cortado que sirve como defensa y protección para los asistentes. Listo, la magia puede empezar. Nada ha podido reemplazar a este invento: ni sus sucedáneos (que son como afluentes: cine, televisión, series), ni su propia evolución que conserva sus principios básicos, en la calle o en espacios cerrados, ha logrado apagar la energía que se desprende de la escena.
El teatro tiene su magia que empieza en su espacio. Yo he asistido a representaciones rituales en los templos de Ubud, en Bali; a la tragedia en el increíble teatro de Epidauro, en Grecia, hasta los teatros románticos de los bulevares parisinos. He asistido en Aviñón a la transformación de las canteras en espacio para la epopeya del Mahabarata, y a las calles y plazas convertidas en rincones para espectáculos. Las condiciones cambian, pero el principio es el mismo: un semicírculo en el que se manifiesta una potencia humana y sobrehumana.
La escena es un espacio de energía, mientras más público, más fuerza, más poder. Estar ahí es como acceder a un lugar prodigioso. Recuerdo que en una coreografía de Jiri Kylian, el coreógrafo checo, hacia pasar al público por las bambalinas y el escenario de la Ópera Garnier antes de iniciar el espectáculo, o por mejor decir, ese paseíllo ya era parte del espectáculo puesto que los espectadores aparecíamos en ese movimiento. La potencia de la escena era extraordinaria, nos impulsaba a salir de nosotros mismos. La platea era como un reto de mil ojos, y nosotros ahí.
Un teatro como el de Epidauro, o el de Siracusa con foros en los que se ha representado por cientos de años, o encontrar en Bali los restos de escenas magistrales, son privilegios de espectador que no se terminan con la visita turística. Es el instrumento para que la magia de la representación aparezca. Hay algo humano, propio de la creatividad social, recurso del canto, de la poesía, del movimiento, del ofrecer el cuerpo y la mente para la aparición de otras realidades. Y las huellas que nos dejan son inolvidables.
En una tarde escolar en Ubud (Bali) vi a los niños iniciarse en los secretos de la ópera balinesa, gozaban aprendiendo y representando a un dios taimado y juguetón. Niños que más tarde formarán los elencos de la ópera, sin menoscabo de otras actividades productivas. Pero ese aprendizaje será fundamental para aprender la presencia de otras realidades. Antonin Artaud describe en una crónica la fuerza e impulso del Teatro Balinés con espectáculos impecables que hablan de un orden cósmico. Y el todo surge en los espacios consagrados de los templos porque el teatro es como un templo, de lágrimas, de canto, de impudor.
Escribo el elogio del espacio teatral aterrado por la facilidad que tiene la tecnología para convertirnos en zombis asistidos. Lo observo en el metro, en una imagen que parece salida de una película de ciencia ficción: los pasajeros fundidos con sus artilugios, conectados en sus teléfonos, fuera de la realidad. Si en la novela Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, se mostraba la desaparición de los libros por órdenes gubernamentales, ahora en 2025, la sociedad renuncia a su conciencia por voluntad propia y se “conecta”. Nadie la obliga, pero como corderos avanza a la peor de las ignorancia: la del abandono de nuestras facultades cognoscitivas.
El teatro, ese espacio único, como fuente de otro camino, de otro conocimiento, para buscar ese personaje que sin saber hemos sido. Gocemos de este don mientras dure.
París, enero de 2025