Críticas de espectáculos

El rey del humo / José Antonio Lucia / Gaspar Campuzano

Una luminosa metáfora de la condición humana en los bajos fondos 

Ha sido la función de la Muestra Ibérica de las Artes Escénicas (MAE), celebrada en Cáceres, que cosechó más aplausos. ‘El rey del humo’, producida por la compañía Glauca (de Puebla de la Calzada), en colaboración con la compañía Tras el Trapo Teatro (de Jerez de la Frontera), es un espectáculo teatral realizado este año, durante el desconcierto del confinamiento, que parte de un talentoso monólogo escrito por el actor extremeño José Antonio Lucia -que había representado con éxito en la sala alternativa La Quemá de la compañía jerezana. Y que, después, fruto de una alianza -extremeña y andaluza- de trabajo teatral acabó en el nuevo espectáculo que, bajo la dirección artística de Gaspar Campuzano (de La Zaranda), se ha estrenado en la Muestra cacereña.

 

En el trabajo concertado de las dos compañías, de varios meses intensos de creación colectiva y ensayo, se aprecia lo mucho que han tenido en común con las creaciones de la mítica compañía La Zaranda en la particular forma de entender su teatro (de belleza de lo sórdido, de verdad y poesía con esas frases estremecedoras, llenas de hondura y entrelazadas con las populares letanías absurdas, hiperrealistas de humor bronco y grave de los personajes). Por lo que el monólogo de Lucia fue moldeándose y reescribiéndose durante el montaje, que se ha enriquecido con ese lenguaje estético y con dos nuevos personajes. Una recreación definitiva de un texto que ha asombrado por su inquietante y luminosa metáfora de la condición humana del relato del autor/actor extremeño, que trata -en el espacio de un burdel pobre y desgastado de nombre «El rey del humo»– las intimidades de una madame, una prostituta y un cliente rufián. Tres personajes «perdedores» de los bajos fondos endurecidos por el dolor, que -insobornables- se ríen de sí mismos y se entregan sin miedo a la vida que les tocó vivir, perdidos en el delirio en busca de redención.

El montaje de Campuzano, tiene el aire inconfundible de La Zaranda que sumerge sus raíces en el esperpento de Valle-Inclán y el teatro del absurdo de Beckett, implícitos en la narrativa que Lucia ofrece de la historia del prostíbulo, de gentes allí enterradas y de las represalias maniobradas por «sombras» que sobre ese pasado -de memoria histórica- les acechan, con una multiplicidad de sentidos, significaciones, referencias y resonancias, que el director andaluz ha sabido aprovechar buscando la sonoridad de las sentencias cortas más incisivamente cómicas, arrojadas como estiletes, para remarcar un universo de ideas de indudable interés a nivel reflexivo que hacen sentir el lamento de este mundo, difícilmente soportable de hoy, con los mismos pecados capitales.

En la puesta en escena, este veterano actor/director de la escena española, fiel a su estilo, maneja con gran soltura el espacio, de una parquedad de medios un tanto ajustada -en la que se hacen notar unas apremiantes maniquíes planas que representan a determinadasprostitutas del burdel- donde consigue excelentes instantes de plasticidad y juego teatral en el conjunto de elementos artísticos componentes y en las interpretaciones de los tres actores que se cruzan, se interpolan y se ayudan dibujando la escena en perfecta armonización con luces y sonido (de Javier Padilla), capaces de crear una atmósfera poética -de humor y dramatismo- y de sensaciones con la que el espectador se siente identificado. Todo con el sentido rítmico de la composición global con eco de liturgia que contribuye al magnífico climax con que transcurre la representación.

En la interpretación, los tres actores realizan ese trabajo encomiable de dinamismo, organicidad y vibraciones inéditas, que admiten con pleno sentido tanto el humor grotesco como las pasiones extremas, en un apasionante viaje por los abismos de la creación. José Antonio Lucia está soberbio -con gran autoridad escénica y energía de su voz en todos los registros- en el rol de Caramelo, un canalla borrachín pero de jerga simpática, que secree rey del burdel y capaz de enredar en los problemas del miserable barrio. María Duarte (la Pelambre, prostituta) y Ana Oliva (la Rajina, madame) son actrices que ponen toda su intensidad y emociones en sus personajes del prostíbulo, tanto en situaciones cómicas (donde se enzarzan tirándose de los pelos) como en dramáticas monologandosobre sus desgracias (la de la abuela Julia enterrada en el local y de una hija desaparecida). Ambas, resaltando su espíritu contestatario, sobre lodo la Pelambre -que «no se calla nunca»-, con ganas de escupir a la sociedad y al ser humano la verdad de sus miserias a la cara. Y todos, con la riqueza de matices expresivos dedesdoblamientos en roles de sepultureros o de jueces y víctimas de un proceso a esas «sombras», del pasado y presente, que no los dejan tranquilos.

José Manuel Villafaina


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