Reportajes y crónicas

El sainete de la mediocridad institucional

De este personaje, David Sánchez Pérez-Castejón (con el seudónimo de «David Azagra»), tan sorprendente como elocuente en su invisibilidad, sabemos que desde 2017 ocupa un rincón bien «iluminado» en la Diputación socialista de Badajoz. Un rincón cómodo, aunque nadie parece tener claro qué hacía ahí, aparte de calentar el asiento. Se decía que era músico, pero su obra y milagros son tan esquivos como la fórmula de la piedra filosofal. Según las versiones oficiales, fue contratado como coordinador de los conservatorios de la Diputación, aunque los propios directores de estos apenas llegaron a saber de su existencia; algunos ni siquiera lo vieron ni entendieron cuáles eran sus funciones.

Dicen que trabajaba, aunque «trabajar» quizá sea un término generoso para alguien sin despacho, operando desde una casa en un pueblo portugués que, con lucidez, tuvo la previsión de comprarse. Y no olvidemos que incluso se permitió un año de excedencia en un país asiático. ¿Acaso aspiraba a coordinar conservatorios desde el exotismo? Con imaginación y una nómina asegurada, parece que todo es posible. Su contratación encendió las alarmas cuando, el año pasado, organizaciones de derecha presentaron con vehemencia una denuncia. Sin embargo, ya en 2017, Podemos había señalado este caso, acusando al PSOE de colocar a sus «amiguetes», aunque entonces nadie llegó a formalizar una denuncia.

La guinda del pastel llegó con su flamante nuevo rol: director de Artes Escénicas de la Diputación. Un puesto que, a estas alturas, resulta tan imprescindible como una bufanda en pleno agosto. Porque ya teníamos un diputado de Cultura, un jefe del departamento de actividades culturales, y, además, es la Junta extremeña quien ostenta esta competencia. Pero, claro, ¿por qué no inventar otro cargo para quien nunca se cansa de «trabajar»?

Sin despacho, sin planes visibles, sin programa. Apenas una sombra bien remunerada que flotaba por ahí hasta que estalló la denuncia: «¡es el hermano del presidente del Gobierno!». ¡Sorpresa! El nepotismo, ese fenómeno tan nuestro, cae con la regularidad de las hojas en otoño: inevitable, predecible, y siempre con la graciosa habilidad de parecer recién descubierto.

Por lo que Azagra terminó imputado por presunta corrupción. Su defensa ante la jueza fue casi poética en su descaro, adornada con la flojera de una memoria hecha de humo. Mientras tanto, el presidente de la Diputación y líder del partido, también imputado, compareció con una seriedad digna del teatro del absurdo. Declaró que todo era legal y que desconocía el parentesco entre Azagra y el presidente del Gobierno. Y como si eso no bastara, se permitió el lujo de afirmar –en una muestra de comicidad que debería ser inmortalizada en mármol– que ignoraba que el presidente tuviera un hermano. La ingenuidad, al parecer, no es solo patrimonio infantil; también lo es de los políticos sorprendidos con las manos en la masa.

Y así, entre sainetes institucionales, Azagra, de pronto inspirado y aparentemente decidido a redimirse, anunció proyectos de ópera joven. Encargó a toda prisa un montaje que logró ver la luz hace poco en el teatro López de Ayala. Quizá creyó que con un aria bien entonada bastaría para apagar el fuego del juicio público.

No puedo evitar sentir desconcierto, no solo por este personaje, sino también por quienes lo apadrinaron con una seriedad que roza el humor negro. Pero este es el lamentablemente panorama que prevalece en demasiados rincones de la cultura, donde oportunistas mediocres encuentran cabida tanto en la izquierda como en la derecha.

He criticado a la izquierda desde que el presidente socialista de la Junta, Rodríguez Ibarra, dejó su huella en la política extremeña. Su trayectoria, aunque no exenta de sombras, supo apostar por la cultura con una convicción firme e innegable. Basta con evocar aquellas célebres reuniones en la Finca La Orden, donde convocaba a los profesionales de las Artes Escénicas para cuestionar y definir las necesidades de una infraestructura cultural digna. Fue, de hecho, el único presidente que lo hizo, un gesto que, en estos tiempos de discursos vacíos y agendas mediáticas, pocos se atreverían siquiera a intentar.

Podría escribir un sainete con todo esto, y no lo duden: sería hilarante. Especialmente si considerase mi relación con esta Diputación, que hoy se dedica a crear puestos culturales innecesarios –anunciados incluso en Italia, donde, según parece, Azagra los descubrió– sin que nadie sepa quién los convoca ni con qué propósito. Aquella relación mía con la Diputación fue, en su momento, digna de un drama con tintes surrealistas.

En los albores de la democracia, trabajé en esta institución dirigiendo una Cátedra de Teatro y un Centro Dramático que consiguieron poner a Extremadura en el mapa cultural regional y nacional. Sin embargo, cuando ambos proyectos alcanzaron su mayor esplendor, incomprensiblemente decidieron clausurarlos sin miramientos. Y me cesaron de manera abrupta (todo esto puede corroborarse en las hemerotecas de diversos medios, incluidos los de este periódico). ¿La excusa? Las luchas internas por el control del poder entre la Diputación y la Junta, aderezadas por cierto colonialismo impuesto desde Madrid, factores que, sé bien, fueron decisivos. Alegaron que las competencias de mi labor pasarían a la Junta, donde, para mayor ironía, designaron a unos inútiles incapaces de distinguir un monólogo de un menú del día.

Con el respaldo de artistas, intelectuales y el apoyo reflejado en numerosos medios de prensa, decidí plantarles cara con una huelga de hambre en el corazón mismo de la Diputación. La presión fue tan contundente que incluso Rodríguez Ibarra, quizá avergonzado por semejante espectáculo institucional, terminó dándome la razón. Poco después, corrigió aquella injusticia al nombrarme director del Centro Dramático y de la Música de la Junta, conocido hoy como el Centro de las Artes Escénicas.

Y ahora, décadas después, en la Diputación resurgen de las cenizas estas direcciones fantasma, con sueldos astronómicos para quienes, en el mejor de los casos, son sombras con contrato. ¡Qué ironía!

¿Cómo terminará esta tragicomedia? No lo sé. Pero yo, que llevo más de medio siglo entregado profesionalmente a las Artes Escénicas, que sé lo que son, que conozco su grandeza y su fragilidad, no puedo evitar quedarme atónito. Ver cómo la mediocridad se disfraza de gestión cultural, cómo la política convierte en sainete lo que debería ser una ópera digna, me deja perplejo. Y sí, sinceramente, ¡alucino!


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