El secreto del encuentro
El arte delimita un estado espiritual específico, así como resulta una manifestación particular en un espacio circunscripto que, por si fuera poco, promueve un tipo especial de experiencia. El trazado puede no ser claro, ni tal experiencia serla. Hace falta un lixiviado que lo indexe en su excepcionalidad. Zona de milagro, sitio de consumaciones. Cualquier principio de normalidad queda desbordado a la hora de trazar su estrategia penetrante. Se diría más, una zona de excepcionalidad utópica, y hasta anómala. La zona donde una fuerza puede ser su contraria, donde la gravedad puede revelarse por su ausencia. Ser un otro que porta lo inabordable, lo que no acaba. Cómo subsanar la aporía de los sueños, en un mundo finito. Pareciera que la sustentabilidad artística apunta más a salvar la capacidad de sueño que a correr con el compromiso de corporizar el contenido de las viejas utopías. Cómo es la poesía cuando deja de ser imposible. O acaso el territorio de las especificidades se desespecifica. Las radicalidades no son más que sentidos comunes, el ‘correctness’ donde los inconmensurables se expresan como modestos trotes al ras del piso. El fin del arte equivaldría a la imposibilidad de sostener, ya no tanto un engaño sino la verosimilitud de los mecanismos retóricos. La poesía diría: soy lo que soy. La conducta artística fruto de un temperamento artístico, sin mediaciones. La desespecificación del espacio previamente demarcado cedería paso a que estando la poesía en la propia conducta, en los propios actos humanos, sería más una energía radial, una combinatoria luminiscente devenida de los propios cruces y de sus potenciaciones. El mero fruto de un contacto, de una mirada, de un sentimiento. Lo que el cine metaforiza por ejemplo en la estética del zombie, el teatro lo encarna como desafío a un salto antropológico, a una literal mutación que capacite al ser humano a vérselas con los factores que signan el mundo. El hombre de la escena ya no es una metáfora sino un arma, un ariete resiliente apto a contrarrestar cualquier tipo de mutación de su condición que no lo tenga como protagonista, como principal agente de salida. Sería una picardía que el colapso que algunos biólogos predicen ante la insobrellevable demografía, surgiera de algún cataclismo no gobernado por el hombre. Una picardía que después de todo, el género humano sea acosado por un virus. No por nada debe dar muestras de entereza del por qué de su errancia, de su paso a través del peligro. Olvidar sus servicios urbanos. Un hombre que sortea las trampas de la mímesis no puede volver a rendirle pleitesías a la representación. Encabalgado a sus grandezas no precisa decodificación, el susurro tranquilizador que agote los misterios. La epopeya humana es su grandeza en sí. Y vaya que sus desafíos no son chicos, ni someros.
Una nueva compenetración, un nuevo éxtasis. El acto artista no puede ser menos de desmesurado. Abandonado a ese no-lugar de los advenimientos, un entregarse a lo que no se explica. Un desbarranque a los abismos que con su exuberancia, alteran los sentidos. Como dice el poeta: yo sé y tú sabes, sabíamos/no sabíamos, sí/ estuvimos aquí y no allí, y a veces, cuando/ sólo la nada estaba entre nosotros, nos encontramos/ uno al otro totalmente.