El ser y la conjugación del verbo ser
Estos días de confinamiento y estado de alarma, en el año bisiesto 20 del XXI, año de la peste, no hay espectáculos en los escenarios de los teatros. Pero sí los hay en el escenario flexible y creativo de nuestra memoria. El escenario de la memoria nos trae el recuerdo de experiencias artísticas que nos han tocado. No debemos subestimar el escenario de la memoria porque, entre otras virtudes, al igual que la imaginación, nos convierte en dramaturgas/os.
La memoria selecciona y ordena los acontecimientos pasados, reconfigurándolos en una nueva dramaturgia. Su selección depende de factores misteriosos e inconscientes que, de alguna manera, constituyen eso que podemos llamar nuestra originalidad, nuestra identidad, el factor distintivo y auténticamente individualizador (en el sentido más positivo del concepto “individuo”).
Sin duda, la selección de escenas, de imágenes, de momentos de un espectáculo, previamente vivido y gozado, responde, igual que la selección de escenas, imágenes y momentos de la propia vida, al afecto. Aquello que nos afecta, que nos toca, que nos mueve, desvelándonos o despertándonos de la modorra, de la apatía, de la rutina, de los lugares comunes. La rutina es necesaria para la salud, claro que sí, pero también puede ser nociva cuando genera una monotonía, que apaga nuestra capacidad de decisión y cambio. Aquello que nos afecta, que nos toca, que nos mueve, revelándonos aspectos escondidos u ocultos de lo que consideramos “realidad”, o incluso aquello que le da la vuelta al relato de la realidad. Porque la realidad la construimos nosotras/os.
Por tanto, revelación (anagnórisis) y desvelo son dos factores importantes, entre muchos otros, que nos tocan y que influyen en hacer de lo efímero algo que se graba en la memoria y que pasa, de esa manera, a constituirnos.
En la Constitución del Ser Humano, sin duda, la cultura es el capítulo más importante, por no decir el único del cual emana el adjetivo “humano” para calificar al substantivo “ser”.
Pero el “ser” también es un verbo que nos traslada la responsabilidad de conjugarlo.
Cada cual conjuga el verbo ser a su manera y según unas circunstancias de época, lugar y biografía. No obstante, el ser siempre puede ser de otra manera e intentar emanciparse a las circunstancias que le rodean, aunque tenga que pagar un precio por ello.
Para esto deberá, seguramente, luchar por distinguirse de la masa, romper con algunas de las convenciones sociales que le ciñen a un ser que no le gusta o que no le resulta satisfactorio ser.
Para ello, el ser tiene la responsabilidad individual, en primera persona, de cultivarse, de ser culto. Solo la cultura puede elevarnos del ser enajenado, del ser manipulado, del ser vendido, del ser sometido, del ser inconsciente… del ser inhumano. Esto ya lo sabemos, ¿no? Sin embargo, lo más fácil se vuelve difícil en circunstancias adversas. ¿A cuántas personas conocemos que escudan su alejamiento de la cultura en la falta de tiempo, por causa del trabajo, de la familia, del dinero, del lugar de residencia, etc.? ¿A cuántas personas conocemos que todo eso de la cultura solo les parece un cuento para perder el tiempo y que lo único que realmente les preocupa es la cartera? ¿A cuántos políticos conocemos realmente cultos, con un discurso rico y complejo y con unas políticas progresistas y avanzadas en lo humanístico? ¿A cuántas personas conocemos que escapen de las inercias que dicta el mercado en materia de música, cine, literatura, teatro, danza… y se acerquen a obras o experiencias menos envueltas en el marketing? ¿A cuántas personas conocemos que aprecian a una actriz o a un actor si sale en una serie de éxito de la televisión y, después, llenan los teatros cuando la cabeza de cartel es alguna famosa o famoso? Y así podríamos seguir haciéndonos preguntas que, de algún modo, establecen una generalidad que demuestra que la conjugación del verbo ser, de una manera emancipada, no debe de resultar tan fácil como pudiese parecer. Lo fácil no es tan fácil.
Pero volvamos al papel de la memoria en la configuración del ser y cómo la cultura, entendida aquí como el cultivo de las artes, se imprime en la memoria para conformar lo que yo defino como La Constitución de lo Humano.
Desde mi punto de vista, que no es el de un científico, no es el de un neurobiólogo, ni el de un psicólogo, desde la perspectiva que podemos tener las personas que amamos y practicamos las artes escénicas, creo que existe una diferencia sutil, pero muy substancial e importante, entre la memoria de sucesos, imágenes y momentos de la vida y la memoria de escenas, imágenes y momentos de las artes escénicas. No me parece una tarea sencilla definir esas diferencias, no obstante, me voy a atrever a reflexionar un poco sobre ellas.
Las sensaciones físicas, las emociones y pensamientos derivados de la experiencia artística casi siempre, en mi caso al menos, están ligadas a un factor de admiración, fascinación y trascendencia, que roza lo religioso o lo místico, en el sentido menos estereotipado de estos dos conceptos. Pero, claro, esto no significa que la memoria de sucesos, imágenes, momentos, personas, animales etc. de la vida, más acá de las artes, no esté ligada a sensaciones, emociones y pensamientos relacionados con la admiración, la fascinación y la trascendencia. Puede estarlo igual que la memoria de las artes.
No obstante, en mi caso al menos, la memoria derivada del propio día a día y no de las artes, está más ligada a simpatías y cariños condicionados por la amistad, la familia o la familiaridad, y circunstancias, en la inmensa mayoría de los casos, muy alejadas de la emoción estética y de las conexiones mágicas que ésta genera.
Sí, la emoción estética, derivada de las formas artísticas, de las estéticas, en poéticas auténticas, suele despertar en mí una irresistible atracción, una seducción, una admiración, sorpresa, fascinación, revelación, misterio… ¡Contradicciones! ¡Paradojas! Revelación y misterio a la vez. Fascinación, trascendencia e intimidad en lo comunitario del hecho escénico. Desnudez y arropamiento. La fuerza de la vulnerabilidad. La feminidad de los masculino. La masculinidad de lo femenino. La disolución de lo femenino y de lo masculino en lo intersexual o en el intergénero. El género que no se puede escribir poniendo una letra “a” o una letra “o”, que no entra siquiera en la letra “e” o en el símbolo gráfico de la arroba. La ausencia de género, igual que el afecto en ausencia de amistad, familia o familiaridad. El afecto más allá de lo próximo y del espejismo de lo poseído. El afecto que vuelve concreto lo abstracto y próximo lo alejado. El afecto que producen las artes capaz de insertar lo universal y lo eterno en lo individual y efímero. El afecto que producen las artes escénicas capaz de amar lo desconocido, respetando su diferencia e incluso, como acabo de anotar, su posible lejanía, más allá de la tribu, de la familia y del rollo grupi.
No cabe duda de que todo momento es efímero, sin embargo los momentos del arte efímero de la danza o del teatro, en su relativa excepcionalidad, en su relativa acción extra-ordinaria, poseen una mayor fuerza de irradiación y suelen dejar unas huellas en la memoria de diferente naturaleza a las huellas que dejan nuestros seres queridos y algunos de los momentos que grabamos de nuestra vida. Éstas últimas, sin duda, también nos permiten crecer y madurar, también nos proporcionan un conocimiento valiosísimo que nos hace un poco más sabias/os y, seguramente, un poco mejores. Pero las huellas que imprimen las artes escénicas en nuestra memoria, además de convertirnos en co-creadoras al completar, seleccionar y ordenarlas, nos conectan con la posibilidad de pensar y pensarnos más allá de las convenciones sociales y del relato de la realidad. Las huellas que imprime la danza y el teatro, por ejemplo, cuando hemos aceptado entrar en el juego que nos proponían, dejando a parte nuestros prejuicios y nuestra zona de confort, contribuyen a que vislumbremos nuestra capacidad para cambiar e intervenir en el relato de la realidad, para cuestionarnos y cuestionar el sistema establecido, para poder imaginar y soñar algo mejor.
Por eso la cultura, que nos cultiva para ayudarnos a conjugar el verbo ser, es tan necesaria. Pero debería tratarse de una cultura extensa y, a poder ser, intensa, no solo ligada a los libros y al arte de la literatura (incluyendo el ensayo), sino también a la fruición de la danza, el teatro, la performance, el circo, la ópera, la música, el cine, la pintura, la escultura, la fotografía, el dibujo etc. Las artes como una de las cimas de la cultura humana. Esas cimas desde las que podemos divisar nuevos horizontes. Esas cumbres desde las que podemos elevarnos de nuestras miserias cotidianas.
Artes performativas o escénicas que, contra el San Benito de lo efímero y lo no acumulable, son, como acabo de exponer, un capital eterno y acumulable en lo más valioso que tenemos: la memoria. Porque sin memoria no hay Ser. Un capital que permanece y se acumula en la memoria, con la dramaturgia que cada quien realiza del mismo, enriqueciendo la Constitución del Ser Humano.
Ahora bien, los escenarios de la memoria no son espacios átonos que funcionen por si solos, no son gratuitos, requieren nuestra activación. Solo nos van a enriquecer si ejercitamos su músculo. La memoria es un ejercicio. Incluso ahí, tenemos una responsabilidad individual que nadie va a poder realizar por nosotras/os.
En tiempos de confinamiento y distanciamiento social, en el año bisiesto 20 del XXI, año de la peste, los escenarios de la memoria están dispuestos para que paguemos la entrada, que consiste en eso, en el ejercicio de la dramaturgia nemotécnica de aquellos espectáculos que un día nos despegaron del suelo o nos enraizaron profundamente a él.