El sol de la cultura se apaga
Una de las quejas que más se escuchaba cuando éramos adolescentes y el continente latinoamericano hervía de deseos de cambio, era la falta de recursos para realizar la actividad cultural, que no era entonces un accidente en la vida de nadie, ni mucho menos una forma de incrementar los ingresos, sino un propósito colectivo, porque todo cuanto se tocaba o se deseaba terminaba convertido en un acto cultural.
Existía eso que en algún momento se denominó pasión cultural, y Latinoamérica hasta llegó a alternar con el mundo civilizado lanzando un grito literario con nombre explosivo, y del cual solo conservamos los recuerdos, porque la literatura volvió al mismo sitio en que estaba antes de aquél famoso acontecimiento.
Aquellos eran otros tiempos identificados con un lenguaje más de beneficio social en materia de cultura, que comercial, aunque existía, para el disfrute de unos pocos, el beneficio comercial, porque siempre han existido quienes sacan partido económico de lo que otros crean con gran esfuerzo.
Eran tiempos en los que la cultura no tenía aún pretensiones de volverse feria, ni mercado común y corriente, porque el acto artístico era respetado y el lugar en donde se llevaba a cabo era considerado sagrado, debido a que la inteligencia aún contaba con una cierta reputación para ayudar a pensar en los problemas sociales, aunque todo se quedaba, como siempre, solo en pensamiento.
Claro que había comercio cultural, porque siempre ha existido, pero era algo así como la presencia del Estado, cuya existencia se reconoce aunque no se sienta su influencia. El concepto de comercio cultural era algo especializado y que al parecer comprendían únicamente quienes asistían a los cocteles de inauguración, cuya esencia era refrescar la vida social tomando como pretexto un acontecimiento cultural.
Por aquellos tiempos, podría decirse que el sol de la cultura, aunque no calentara por igual para todos, con su brillo producía un entusiasmo que llevaba a pensar en hacer arte como algo de la vida cotidiana, con un sentido de bienestar colectivo.
Quienes por esos tiempos hacían lo posible para que una actividad cultural se produjese, y que entonces ni soñaban con calificativos tan rimbombantes, como gestor cultural, se las arreglaban para que los recursos llegaran y pudiese realizarse el evento, porque entonces la cultura, en materia de presupuesto no solo era una subalterna del sector educativo, sino un capricho de quien manejara éste, porque repartía los excedentes entre sus amigos, razón por la cual no eran muchos los que se estacionaban a las puertas del sector público a esperar un apoyo, porque quienes tenían la desgracia de no formar parte de la red de amigos del administrador del recurso, sabían de sobra cuál sería la respuesta.
Tal parece que para acallar las quejas relacionadas con la falta de dinero para hacer cultura, a algunos se les ocurrió, como solución, además como medio idóneo para democratizar el acceso a dichos recursos, la creación de leyes generales de cultura y el establecimiento de estructuras burocráticas en el sector púbico, con lo cual, otros, consideraron oportuno, como suele suceder cada vez que se crea un nuevo ente burocrático, crear, no solo una terminología sino unas reglas que, por lo general reproducen los esquemas de exclusión que se han querido eliminar.
Después de estos cambios, una buena parte del dinero de cultura se queda en burocracia, y por eso, aunque el sol de la cultura sigue brillando, cada vez calienta menos.