EL TEATRO CONVERTIDO EN JUEGOS FLORALES
EL TEATRO CONVERTIDO EN JUEGOS FLORALES DE SALÓN Por Pablo Villamar En la última ventana del rascacielos, la que enamoraba nubes, se abrió el salón para leer libros de teatro bajo el teorema de Pitágoras, de Anaxágoras, de Euclides, de Tales y de cuales, convertido en axioma, de que el teatro también se lee. Mentira de habas pochas. Trapalero embuste. Falaz engaño para confundir al auditorio con alguna subterránea intención que no se me alcanza, o no quiero entrar en ella, con gente tan progre, tan de izquierdas, tan comprometidos, tan vanguardistas, tan demócratas de toda la vida, como presumen los organizadores del evento. El teatro, por propia definición es para mirar, para escuchar y observar, para contemplar, desde los griegos, hasta nuestros días, en un paquete donde meteríamos al mismísimo Shakespeare, Lope, Moliere, todo el siglo de oro español, pasando por el neoclasicismo, romanticismo, contemporaneidad, etc. Otra cosa bien distinta, es que por una deficiente gestión, el teatro no se represente o no se estrene, y en eso tenemos que mojarnos, todos los que lo amamos con pasión, que estamos enamorados y celosos de este arte, y decir bien a las claras quienes son los culpables, y no colaborar con el enemigo, confundiendo a la gente de buena fe que no entiende, ni es su obligación, ni sabe lo que pasa. El salón del teatro leído no es más que un parche de la sociedad capitalista en que nos ha tocado vivir. Y, al mismo tiempo, una cruel ironía. En un país como el nuestro donde no se lee ni el periódico, donde las editoriales se hunden por no tener clientela, donde la mayor parte de los libros que se venden son de los «famosos» de la televisión, y otros que se publican son financiados por los propios autores; cuando, junto a la poesía, fue siempre la cenicienta del texto impreso, hacernos tragar la píldora de que el teatro se lee y que esto lo promueva quien lo promueva, digamos, queriendo ser elegantes, que no deja de ser pintoresco. Porque aún en el caso de que el libreto se leyera, podría suceder que la gente dejara de acudir a la sala de espectáculos, conformados con el hijo bastardo del malogrado autor. ¿Quién se acuerda de Samuel Ros con el que iniciábamos estas lineas? ¿Quién de Lauro Olmo que murió, según Umbral, de asco, y según yo, víctima de la incomprensión, incluso de sus compañeros de escena? Y, para mayor inri, escarnio, befa y mofa, acogernos a un muerto ilustre, con una exposición, eso sí, de verdadera antología, de un hombre como Adolfo Marsillach a quien le repateaba todo esto de los juegos florales en el salón de palacio, donde, hay maravillas, ja, jay, hay maravillas, se asomán las colegialas, se asomán las colegialas, por las buhardillas, ja, jay, por las buhardillas, como en el siglo IXX. Ya mi abuelo, que era republicano, hablaba como Fernando Fernán Gómez de esos saraos donde sucumbían, de ineptitud y hastío, todas las artes, y se hacía al final una rifa para los pobres o para los pobres bohemios que se dedicaban a tan deleznable profesión. Los progres de hoy en día, para medrar, se han unido a los petimetres de salón, de todos los tiempos, que también juegan a la izquierda; se han convertido en cangrejos de si mismos, dando media vuelta y metiendo marcha atrás, entrando en el túnel del tiempo, no sólo del teatro que se representa en la actualidad, si no resucitando algo tan anacrónico, apolillado y fútil, como unos juegos florales en el año 2002 de nuestra Era. Mientras, allá en el foro, muy lejos del público, en el lugar más recóndito del escenario, en el área más débil, han dejado, olvidada y cubierta de polvo, una ventana de luz. Calla la lira y suena la gaita. PABLO VILLAMAR