El Chivato

El teatro distópico en América Latina

La pasión según Antígona Pérez y El Señor Galíndez: el teatro distópico en América Latina

La colonia, los movimientos de independencia, las dictaduras y el debilitamiento de la izquierda y la derecha cómo ideologías políticas que se transformaban en grupos armados, apoyan la idea de Ainsa de que América Latina no iba a alcanzar una felicidad plena utópica. Para Moraña [2000:10]: «…las fracturadas agendas ideológicas […] suceden al quiebre del socialismo real.» por lo que una sociedad infeliz es una distopía ya que es un colectivo que no cumple con sus propios deseos de bienestar. El engaño viene por parte del sistema en control, el cual por medios tecnológicos, militares u opresivos, crea una pantalla de perfección y armonía en la acepción del héroe, y todos creen vivir en el sueño de Moro. Los comportamientos locales que hacen que América Latina se haya comportado de formas que han causado constantes inestabilidades socio-políticas son posiblemente síntoma de un mal que aún en el siglo XXI no ha permitido diagnosticar qué es lo que causa las fallas utópicas de esta zona. A las obras La pasión según Antígona Pérez de Luis Rafael Sánchez [1978] y El señor Galíndez [1973] de Eduardo Pavlovsky se les puede aplicar una lectura distópica ya que hablan del desarraigo, la opresión y la opresión dictatorial en el contexto de sistemas superiores, y de cómo sus protagonistas se levantan en estado de rebelión contra los entornos que los dominan.

Entre las varias definiciones de distopía que se han considerado para este artículo, conviene trabajar lo expuesto por Kumar acerca de la tesis de M. Keith Booker. Dice el texto que:

[b]riefly, dystopian literature is specifically that literature which situates itself in direct opposition to utopian thought, warning against the potential negative consequences of errant utopianism. At the same time, dystopian literature generally also constitutes a critique of existing social conditions or political systems, either through the critical examination of the utopian premises upon which those conditions and systems are based or through the imaginative extension of those conditions and systems into different contexts that more clearly reveal their flaws and contradictions. [1994:3]

Por lo tanto, Kumar [1987:100], propone que: «[l]et to their own devices, they [los hombres] will always be the prey of selfish and aggressive impulses.» , razón que indica que los sistemas de autoridad y control creados por las sociedades funcionan tal como se comporta el hombre mismo: un ser lleno de contradicciones individuales y colectivas que esconde tras sus gobiernos sus fallas y conflictos.

La distopía aborda el tema de mundos ficticios donde las clases minoritarias se encuentran bajo el poder social, político, económico, científico y cultural de una clase dominante. Usualmente el control de la tecnología está en manos de un grupo en poder mientras el resto de la población vive al margen de lo que le permite la ciencia o al borde de una existencia casi primitiva. Desde el punto de vista de este grupo de poder, se vive en una utopía que es el mundo perfecto que ellos han moldeado según sus preceptos o intereses. Los vestigios de democracia en estos lugares desaparecen por completo. Además, es común también encontrar que en esta característica en particular, un arma que el sistema en el poder tiene a su servicio es la capacidad de tener acceso a todo tipo de información, conocimiento ya que la vía a estos bancos de datos es una infranqueable muralla que Mohr define como jerarquizada y restringida.

En la introducción de su texto Dictadura militar, trauma social e inauguración de la sociología del teatro en Chile, Hernán Vidal [1991:8] ofrece un detallado estudio de: «…la institucionalidad teatral latinoamericana [que] conecta los textos dramáticos o los montajes escénicos con alguna problemática social». Dentro del contexto del teatro de la dictadura, declara Vidal [1991:19] que para los años ochenta: «…se había consolidado una actividad teatral que finalmente lograba vencer la censura gubernamental y la autocensura causada por la calculada diseminación militar del miedo». Cuando la dramaturgia se mueve en el campo político, según palabras de Monleón, es notorio que: «…el teatro revolucionario ha sido la crónica de una derrota, la reflexión sobre la ocasión perdida, [porque] en el teatro latinoamericano ha predominado la necesidad de acabar en una victoria o, cuando los hechos históricos no lo permiten, de apostillar el acontecimiento con profecías inequívocas» (Monleón, Utopía y Realidad, 26). Así, este tipo de obras no presentan la realidad inmediata de una nación en particular, pero sí denuncia claramente la opresión de lo que se oculta en la calle, pero aparece en el escenario.

En el caso de La pasión según Antígona Pérez, no se sugiere que haya infiltración de entes o ideologías internacionales que invadan el sistema nacional existente a fin de imponer un nuevo orden. Tampoco hay un régimen distópico que se vea abiertamente porque el estilo de cámara negra reduce toda la ambientación a dos sitios: un exterior contaminado por propaganda y un interior que sirve de marco para fotos enormes del General Molina. No obstante, la idea de un sistema totalitario nacido del mismo seno nacional, la de un lugar que pertenece por completo a una figura de autoridad sí se explica con claridad. Es el mismo personaje de Creón quien al hacer su primera entrada se autoproclama individuo magno al exclamar cómo: «El generalísimo sigue siendo el generalísimo» (Sánchez, Antígona, 37), a la vez que desprecia a sus enemigos diciendo: «Los prisioneros siguen siendo los prisioneros» (Sánchez, Antígona 37), esto desde una escalera desde la cual puede dirigirse a toda la audiencia que presencie la obra.

Chasteen recapitula el surgimiento de las dictaduras en América Latina como el producto de un período de «siege mentality» que se extendió durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta. El autor comenta acerca de:

…the gruesome violence committed from the 1960´s to the 1980´s by Latin American militaries against their ‘internal enemies.’ Whatever explains it, military use of secret kidnapping, torture and murder as counterinsurgency techniques became widespread. […] Latin American Militaries targeted anyone suspected of sympathizing with the guerrillas-student protesters, labor leaders, peasant organizers-snatching them off the streets and ‘disappearing’ them forever without legal record. (Chasteen, Blood and Fire, 279)

La obra de Sánchez es sin duda un caso representativo de las detenciones y las víctimas de estas dictaduras citadas por Chasteen. De hecho, Pérez Blanco menciona que: «La pasión según Antígona Pérez es todo un compromiso del autor con la más palpitante realidad hispanoamericana; de ahí el subtítulo con el que nos la presenta «crónica americana en dos actos». Porque se trata de dar la vida, con la ayuda del arte, a un hecho que había sido, era, y aún se siente en Hispanoamérica: la Dictadura» (Pérez, Lo Puertorriqueño, 132). No es en vano que Antígona presente al dictador, quien calza con lo dicho por Chasteen en cuanto al perfil del militar latinoamericano, cuando hablando al: «([a]l público) [dice] Característica de Creón es la ofensiva. Es su política de lucha» (Sánchez, Antígona, 38). Sabiéndose de antemano que el autor toma partido en la críticas a estos tipos de gobierno, en las primeras didascalias el dramaturgo inicia su ataque teatral indicando que: «[l]a crónica que revista Antígona Pérez es la de su propia pasión, acaecida en la imaginaria república hispanoamericana de Molina» (Sánchez, Antígona, 11). Dichas instrucciones de llenar el escenario con: «…las fotos [entre las que se] destacan las monumentales del Generalísimo Creón Molina en gala militar y de Antígona Pérez luchando con la guardia del palacio» (Sánchez, Antígona, 11) hacen pensar sin duda en la figura de un ser omnipotente y omnipresente que en todo momento vigila a cada ciudadano de La República de Molina.

El sistema totalitario del General Molina ejerce control en los planos públicos y privados de las vidas de sus conciudadanos, hasta el punto de quebrar sus espíritus tal como lo expresa la misma Antígona en sus primeras líneas en el texto: «[p]ero esta juventud del cuerpo ha sido acuñada por la triste vejez del alma» (Sánchez, Antígona, 13). No sólo se habla aquí de la angustia constante de vivir en esa clase de régimen, sino que también es posible darse cuenta de la indoctrinación a la que es sujeta la ciudadanía, la cual al llegar a la juventud ya es consciente de la imposibilidad de experimentar en carne propia la alegría de una adolescencia en libertad. La formación de ciudadanos que obedezcan ciegamente lo que dicta la clase dominante requiere así mismo el acecho continuo de las autoridades que rigen su existencia al punto de verla como una posesión gubernamental. Creón le reclama a Antígona que le informe del paradero de los cadáveres de sus compañeros rebeldes y de hecho se refiere a ellos cómo: «…unos cuerpos que a nadie pertenecen, llámese Antígona, llámense Creón, porque pertenecen al Estado, cabeza del cual es su Generalísimo» (Sánchez, Antígona, 38). El avasallamiento de la clase dominante es el entrono distópico total, sin cambio y del que no hay escape alguno.

No hay forma de ocultarse al ojo siempre vigilante y opresor de Molina, ni para la misma Pilar, su esposa, hay un mínimo dejo de libertad:

[e]l régimen de Creón Molina nos impuso una vigilancia estrecha, asfixiante. No había sitio donde quisiera reposar la vista que no encontrara otros ojos. El miedo me cundió. Miedo de calidad. Del que sobresalta si tocan la puerta. Del miedo que se hermana al temblor si el teléfono llama» (Sánchez, Antígona, 31). El dramaturgo ha llamado a su nación ficticia la República Hispanoamericana de Molina, por lo tanto, él lo es todo porque todo le pertenece. Esto se traduce a una fórmula matemática que explicaría cómo Molina es el sistema y el sistema es totalitario, por lo tanto el miedo que acosa a Aurora y al resto de la población está personificado en Molina: «[e]l miedo es lo único libre en la ciudad, porque siendo uno se está en todas partes» (Sánchez, Antígona, 33). La «ley de Creón», según sus propias palabras, busca también manipular al individuo para hacer de éste un ser que viva por y para el gobierno.

Antígona está en prisión por su negativa a revelar el lugar donde ha enterrado a sus amigos que intentaran acabar con la vida del general, ocasión que Molina aprovecha para tratar que la rebelde deje atrás esa filosofía subversiva para que: «…te reintegres, prontamente, a la sociedad a la que has faltado» (Sánchez, Antígona, 40). Los desaparecidos, probablemente los enemigos del Estado, incluyendo a Antígona, cumplen comúnmente con dos destinos: morir en batalla o caer presos y ser torturados. Esta segunda opción es la que los regímenes totalitarios tratan de esconder, y como parte de esa política se eliminan las: «[c]ivil liberties (like the right to denounce torture)…» (Chasteen, Blood and Fire, 279). La protagonista sabe bien de esas prácticas, por lo que es probable que prefiera callar antes de exponer los cuerpos de sus amigos a esa clase de humillación, aunque ya ello no atente contra sus vidas. No obstante, lo que importa realmente en este caso es que ella se encuentre encarcelada porque su voz se prestaría a denunciar lo que se lleva a cabo dentro de esos calabozos, y por más que el dictador catalogue a esos hábitos como: «Disciplina […] Rigor…,» (Sánchez, Antígona, 39) ella los reconoce a manera de: «Tortura…» (Sánchez, Antígona, 39). La negativa de la protagonista a aceptar lo impuesto por el sistema la aparta del colectivo masivo ciudadano, y la convierte en enemiga de la dictadura.

Antígona representa una intrusión al balance social porque irrumpe contra la maquinaria de un todo que trabaja al unísono para el gobierno de Molina. Por el contrario, Aurora y la masa ciudadana que no se ve por completo en el texto sí han asimilado la indoctrinación y a una sola voz dan sus líneas. Bajo un mismo colectivo llamado «La multitud», el pueblo recita hipnóticamente la forma en que se vive en la república: «[l]a calma se ha hecho sentir/La tranquilidad está viva/La paz es nuestra…» (Sánchez, Antígona, 40). Los habitantes han sido completamente condicionados a creer que su forma de vida es sana y libre, no obstante el fenómeno del hipnotismo colectivo se hace evidente en las direcciones de Sánchez, quien expresa que: «[a] la mención de la palabra PAZ (tercer bocadillo) la multitud cobra una expresión de dulcedumbre…» (Sánchez, Antígona, 40). Gorman Beauchamp en su artículo Man as Robot cita una obra de teatro escrita por el checo Karel Čapek. Beauchamp resume cómo según en palabras de otro crítico que escrutinaba esta pieza teatral: «…man is an inefficient instrument, whose emocional and spiritual life only impedes the drive of modern technology. Either he must give way to the machine, or he himself must become a machine» (Beauchamp, Clockwork, 85). De tomar esta analogía sin el ingrediente tecnológico tan propio de la distopía británica, pero manteniendo el componente del hombre siendo asimilado por el sistema, La pasión según Antígona Pérez es exactamente la misma historia. Molina usa a la multitud como un mero instrumento cuyas emociones están condicionadas por las consignas que repiten, y cuyo espíritu se amedrenta por el miedo al mismo General. De aquí, el hecho de que no haya un impulso individual a vivir independientemente, y así el colectivo debe rendirse al sistema y/o convertirse en él, tal como lo ha hecho la misma multitud de la obra de Sánchez.

En el caso de Eduardo Pavlovsky y su producción teatral, se marca una relación más directa del autor y su obra con las experiencias vividas en una dictadura que la de Sánchez. Jorge Dubatti sostiene que las obras de Pavlovsky se pueden categorizar en cuatro diferentes macropoéticas o grupos textuales. El segundo de estos, que comprende su teatro entre 1971 y 1984, y en el que se encuentra El señor Galíndez, es llamado: «…la macropoética de los textos de matriz realista con intertextos variables de la postvanguardia y valor socialista» (Dubatti, Macropolítico, 36). También conocido como teatro macropolítico de choque, el crítico lo define así porque: «…el teatro reduce su nivel metafórico, literaliza la referencialidad de los mundos poéticos y diseña en forma directa, explícita, una nítida cartografía de amigo, enemigo y aliados potenciales y neutrales. Que cuestiona: las estructuras del capitalismo y la derecha» (Dubatti, Macropolítico, 37). La relación próxima del autor y el régimen totalitario que se mencionó antes queda en definitiva plasmada cuando Dubatti concluye su explicación de lo que es el teatro de choque de Pavlovsky y lo contextualiza directamente: «…en el caso argentino, contra la subjetividad de derecha encarnada en partidos políticos, organización militar, dictadura [y] la tortura como institución represiva» (Dubatti, Macropolítico, 37). Aunque en El señor Galíndez se desarrollan también adaptaciones muy propias al tema de la distopía, una particularidad de este texto es que ahora hay un acercamiento al fenómeno desde el punto de vista de la clase dominante dictatorial, y no desde la perspectiva de quienes luchan contra ella.

A excepción de las dos prostitutas peronistas, todos los personajes trabajan para el sistema opresor, y se jactan de la importancia que ellos tienen para el bien del régimen. En palabras del personaje de Eduardo, el aporte de los torturadores es un privilegio ya que:

La nación toda ya sabe de nuestra profesión. También los saben nuestros enemigos. Saben que nuestra labor creadora y científica es una trinchera. Y así, cada cual desde la suya, debe luchar en esta guerra definitiva contra los que intentan, bajo ideologías exóticas, destruir nuestro estilo de vida, nuestro ser nacional. (Pavlovsky, Galíndez, 200-201)

No hay una referencia clara acerca de cuál es la posición política o militar que este apellido Galíndez ostenta, pero sí es evidente que Pepe y Beto ven en este hombre el símbolo inquebrantable de una clase dominante.

Él es una fuerza que lo ve y lo controla todo, o explicado según palabras de Jaqueline Bixler: «[a]s the play unfolds, it becomes clear that the true conflict lies between the closely, shadowy, yet visible world of Beto and Pepe and the invisible world represented by the omnipotent Galíndez.» (Bixler, Reconciliation,70). La impersonalidad corpórea de este hombre no da pie a dudar de su autoridad ni de su poder vigilante porque en la obra, según Bixler, él: «…is no longer just an invisible entity, but an abstraction, or an ideology…» ( Bixler, Reconciliation,70). En la obra de Pavlovsky, el hecho de que Galíndez sea una clase de «Big Brother» que inunda el imaginario de los personajes, es un arma de doble filo que les permite crear su propia visión individual de este hombre, la cual influencia por completo su estado de ánimo, como ocurre con Beto, después de una de las cinco llamadas telefónicas: «…¡es un señor! Digan lo que digan, Pepe, ¡pero es un señor! (Se mueve nerviosamente.)… ¡te lo juro!, cada vez que hablo con él, ¡me entran unas ganas de laburar!» (Pavlovsky, Galíndez, 177). El «laburo» (trabajo) que se ve en escena es parte de la particularidad de esta obra, porque además de convertirse en una puerta abierta que permite ver los mecanismos que usa la clase dominante para mantener su estatus de tal, se es testigo de lo chocante de estos.

La impresión que caracteriza al teatro de choque, o del estupor como lo califica Carolina Muñoz P, es la de presentar: «…una escena teatral que explora subjetivamente los límites de la perturbación psíquica en un movimiento de exorcismo colectivo.» (Muñoz, Estupor, 69). Una vez levantado el velo que cubre los artilugios de la dictadura y se expone en el escenario la verdadera faceta de la clase en el poder: «[l]os terrores sociales e individuales han de ser conjurados desde una realidad política/cotidiana concreta y transmitidos en un lenguaje (conjunto de los dispositivos escénicos en representación) teatral de choque, que en tal cualidad, forma parte de la ética social de la furia.» (Muñoz, Estupor, 69). La necesidad dictatorial-distópica de mantener a la sombra, en esta obra, a los profesionales de la tortura, la define Muñoz cómo una fantasmática social que enfrenta al público a la convivencia con el monstruo del sistema que los rige (Muñoz, Estupor, 75).

Kumar dice que las distopías son historias que contrastan las derrotas del ser humano cuando este se enfrenta al imparable avance de una sociedad que va hacia el totalitarismo. Los mundos del héroe y del proletariado son lugares de bajo rango social donde las terribles condiciones de vida hacen que uno o varios de los personajes alienados comiencen a cuestionarse su falta de valor como ser humano, con respecto a su relación con el sistema superior. Usualmente hay un grupo que de alguna forma escapa al control del sistema y es en ese entorno donde el héroe distópico trata de realizar su ideal de libertad. En la distopía, los personajes se hallan a sí mismos viviendo en una estructura que busca de forma constante la destrucción de la identidad. Siempre se llega a un punto en el que se desata un movimiento de rebelión en contra de los absolutos sociales, y así el protagonista se da cuenta de su propia individualidad natural. El estado del «ser o no ser», acompañado por el hecho de confrontar sus propios dilemas internos, le permite al ciudadano distópico desenmascarar poco a poco los órdenes opresores que le imponen prisiones geográficas e ideológicas y le hacen tomar decisiones con el propósito de poder escapar del sistema. Sea el perder la vida o la identidad, Mohr apoya la idea de que el rebelde diatópico debe caer cuando asevera que: «[t]he loss of the self is the character’s final acknowledgement of, and ultimate contribution to, society´s being definitely victorious.» (Mohr, Worlds, 32).

Lo mejor que puede ocurrirle a aquel que vive en un régimen distópico es soñar con el reconocimiento de su integridad individual, aún cuando se sabe que el poder lo rodea y le restringe de vivir según sus propios deseos. Los grupos colectivos de resistencia son las grandes minorías que proveen fuerza económica y política para sus sistemas opresores, pero nunca parecen desarrollar un poder independiente que les saque del estado de sumisión en el que viven. Se puede pensar entonces que los dramaturgos hacen referencia local de cómo sistemas políticos y económicos surgían uno tras otro en las naciones de América Latina y de ahí, nacían grupos distópicos que luego de años se rebelaban contra sus gobiernos, victoriosos o no.

El nombre de Antígona Pérez, como personaje y como texto, es sinónimo del héroe distópico que afronta a la figura de poder cara a cara, aunque esto le lleve a la muerte antes que abandonar sus ideales. Ella y Creón son un elemento binario en el cual Molina representa la libertad física de quien no se encuentra encerrado en la cárcel, pero que es símbolo de la represión; mientras que Pérez constituye la libertad de pensamiento, pero se encuentra atrapada físicamente. Para Pérez Blanco: «…el tema de la obra es «el sacrificio de una vida en aras de los principios de la libertad», el tema aglutinador no otro que Hispanoamérica, toda su realidad político-social, atenazada por los regímenes dictatoriales y muda por la mordaza que acalla a sus pueblos» (Pérez, Puertorriqueño, 133). Dunja M Mohr propone en sus estudios de la distopía femenina que:

…the existence of an all-defining center dominated by the masculine subjective self’s view of reality- that constructs and posits everything alien to it as other, and hence pushes women to the margins of (patriarchal) society, denying them fulfillment of selfhood-ignores and represses the other’s values to stabilize this center. (Mohr, Worlds, 233)

El héroe de la distopías cumple claramente con la función de desestabilizar al sistema, uno constituido por figuras de poder exclusivamente masculinas. Molina lo es todo, por ende todo respeto es masculino. La obra en este aspecto se limita a presentar a Antígona como el opuesto de Creón, no la proclama como el estandarte de los derechos femeninos en los sistemas totalitarios ya que irónicamente, en este tipo de sistema se apoya o reprime a todos por igual y no ve sexos, por lo tanto: «…there is a fundamental division not only between sexes, but also within the individual consciousness. Otherness is then not exclusively an external category» (Mohr, Worlds, 233). Al comentar Pérez Blanco que: «…Antígona se mantiene firme y nada, ni nadie, consigue que confiese donde ha enterrado a los hermanos Tavarez» (Pérez, Puertorriqueño, 133), se ve la diferencia, entonces, entre protagonista y antagonista en este caso va más allá del género porque lo que en verdad les separa es la fidelidad ciega con la que cada uno defiende su propia ideología.

La heroína de la obra tiene a su favor una carta que las otras obras estudiadas acá no poseen, y se la revela a su madre en un momento en que ambas aceptan que el miedo a Molina lo abarca todo, pero Antígona, a diferencia de Aurora sabe que: «…El miedo está en todas partes. También en el palacio. También en Creón.» (Sánchez, Antígona, 32). Creón teme por integridad y pierde la cordura ante la mera mención del vocablo dictador: «Creón (Violento.) No quiero la sombra de esa palabra.» (Sánchez, Antígona, 57). Él sabe que lo es y que su ascensión al poder fue por medios violentos que descritos por él mismo son: «Me deshice de gente, despojé propiedades y bienestares a los que se arrogaron el derecho de cuestionarme.» (Sánchez, Antígona, 57). De ahí que su sobrina aproveche las confesiones amedrentadas de su tío que dicen: «¡No debo, no puedo dormir!» (Sánchez, Antígona, 54) parlamento que es enfatizado por las didascalias que agregan: «La última línea ha llevado al Generalísimo Creón Molina a un clima emotivo…» (Sánchez, Antígona, 54). Pérez es voz de la resistencia contra el sistema molinista y es dueña de sus palabras y de su discurso por la libertad. Como heroína y rebelde distópica ella tiene la capacidad del reconocimiento del ser, la defiende y la proclama ante el opresor, por ejemplo al encarar al dictador y decirle:

Creón, no sigas. Hay una noche en que también los tiranos agonizan. Espera esa noche en tu calendario; vendrá esa noche Creón Generalísimo cuando todo Molina descubra que ningún pueblo es de ningún hombre, que ningún hombre es de ningún hombre, que cada quien es de su libertad. (Sánchez, Antígona, 98)

Esto la diferencia del personaje colectivo que Sánchez llama La Multitud porque mientras ellos, quienes supuestamente son libres físicamente, no lo son mentalmente porque repiten de forma autómata consignas como: «-[l]a calma se ha hecho sentir. /-La tranquilidad está viva./-La paz es nuestra. /-El país regresa a la normalidad./-Para proteger los derechos ciudadanos./-En la cárcel está la traidora./-La que intentara secuestrar el poder./-Triunfo de la ley, la mesura y el orden.» (Sánchez, Antígona, 19). Hacia el final de la segunda escena del acto II se encuentra un parlamento con una fuerte carga emocional en el que Antígona se convierte en voz continental en contra de las dictaduras que aquejan a la región.

La protagonista exhorta a América a reconocer a los que luchan por eliminar las distopías en las que viven los pueblos del área. Cuando dice la heroína: «Nuestro siglo es el siglo de la gran persecución» (Sánchez, Antígona, 104), insta a los ciudadanos que viven en los regímenes distópicos a abrir los ojos a una realidad en la que: «[l]a salvación no estará en quedarse tranquilos, satisfechos, indiferentes…» (Sánchez, Antígona, 104) como vive La Multitud, y continúa: «…sino en cuestionar una, dos, muchas veces, si de alguna manera nos están echando de nosotros mismos.» (Sánchez, Antígona, 104) Este «estar echando de ellos mismos» es la pérdida del ser del ciudadano distópico, la disipación de su identidad como individuo a fin de convertirse en un nadie en una masa. Más adelante en el mismo parlamento, Antígona habla directamente al continente en una especie de apóstrofe teatral, y con la convicción que la caracteriza le pide: «…América, no cedas; América, no sufras; América, no pierdas; América, ni mueras; América, prosigue; América, despierta; América, tranquila; América, alerta.» (Sánchez, Antígona, 104). Las líneas anteriores son para Pérez Blanco una consigna que refleja cómo Antígona ha logrado que el pueblo se una a la causa de la libertad y de ahí la transmite a América que también debe ser soberana.

Este crítico toma las palabras de la heroína y las analiza como una preocupación, seria, real y permanente a las que divide en ocho lineamientos que los desglosa de la siguiente manera:

1.- América no debe ceder en el enfrentamiento libertad/dictadura; 2.- América no debe sufrir por este enfrentamiento; 3.- América debe despertar del mal de la dictadura; 4.- América debe estar segura y tranquila en su fe a la libertad; 5.- América debe estar alerta para defender su fe y su libertad, 6.- América no debe perder en él; 7.- América no debe morir en la dictadura; 8.- América debe empeñarse en la consecución de la libertad. (134)

Más que leer La pasión según Antígona Pérez desde un punto de vista de crítica dictatorial, una lectura distópica expone la obra como el triunfo de una heroína que logra despertar al pueblo de su pasividad. Aunque ella tenga el mismo desenlace fatalista que muchos de los héroes, su marcada lucha contra el sistema ha producido que no solamente se reconozca el mal que oprime al pueblo, sino que se haya roto el sometimiento que antes se consideraba libertad.

En la última página del texto, el Periodista 2 anuncia: «[l]ocal. La facinerosa Antígona Pérez, una de las más temibles delincuentes de la República, cumplió finalmente su cita con la ley.» (Sánchez, Antígona, 122). Esta es la comunicación oficial de la muerte de la protagonista a manos del sistema, por lo que de nuevo el héroe distópico cae. Antes del fusilamiento de su sobrina, Creón sentencia: «[e]l ejército es mío, la República es mía» (Sánchez, Antígona, 120), a modo de recalcar triunfalmente que es él quien controla y es él quien lo es todo. En el canon clásico, el héroe no pasa a ser más que un malestar pasajero para la maquinaria estatal. Su lucha y su identidad mueren con él, o simplemente desaparecen para amalgamarse con el entorno que hace que el individuo pierda todo valor como persona autosuficiente. Antígona muere por ser contraria al gobierno, pero su nombre logra prevalecer y trascender a su propia muerte porque, según sus propias palabras: «Antígona es otro nombre para la idea viva, obsesionante, eterna de la libertad.» ( Sánchez, Antígona, 121). Ella sabe que su lucha ha de inspirar a otros a tratar de alcanzar una pronta emancipación que hace del héroe distópico latinoamericano, un ser cuyas: «…ideas no sucumben a una balacera ni retroceden desorientadas por el fuego de un cañón amaestrado.» (Sánchez, Antígona, 121). La muerte del protagonista latino, al contrario del europeo, lejos de acabar con sus ideales, le convierten en un ser más poderoso cuya ideología se esparcirá como un germen que corroerá al totalitarismo. Al dar la heroína las líneas: «([f]ogosa) Matarme es avivarme, hacerme sangre nueva para las venas de esta América amarga.» (Sánchez, Antígona, 121) esta mujer lo que hace es retar a su oponente, y al saber bien la situación en que se encuentra, decide invertir así sus últimas palabras.

En El señor Galíndez no hay muerte, ni sacrificio por parte de ninguno de los personajes que se ven en escena. Esto se debe a la situación analizada anteriormente de que se ve al sistema distópico desde adentro, focalizado por los que trabajan para el Estado, y no de la forma común que es desde el punto de los que luchan contra él. Sí existe sin embargo una muerte fantasma, extraescénica por así decirlo, que de alguna forma se adapta a la tradición de la caída de un rebelde. Beto le reclama a Pepe la muerte de un estudiante a quien Galíndez les ordenó torturar con furia. La idea era darle un escarmiento a este chico del que sólo se sabe su profesión, la que le hace ser un librepensador como los son los héroes de las distopías. El joven es víctima de Pepe, a quien se le: «…fue la mano con los voltios…» (Pavlovsky, Galíndez, 199) al ser castigado posiblemente por manifestarse en contra del orden opresivo con el que no se sentía conforme. La muerte de este personaje tácito por defender una ideología es una mera hipótesis ya que el texto no ofrece clave alguna con respecto a esto. Pero a razón de ubicar la obra en el contexto socio-político de la Argentina de 1973 en la que la figura de Perón toma control absoluto del país y como parte de sus medidas el gobierno se valió de varios decretos aprobados de emergencia, los que incluían la implementación de un cuerpo ejecutivo de autoridad que se encargara de los levantamientos de violencia que se pudieran dar. Esto le permitió a las jefaturas encarcelar a las personas por tiempo indefinido sin tener que ser acusadas de ningún cargo específico.

En cuanto a la discusión del ciudadano distópico en esta obra, Beto y Pepe son ejemplos interesantes del papel del individuo en ese entorno dictatorial porque aunque sean parte de la clase dominante, ellos mezclan características de ambos mundos, el dominador y el dominado. Driskell explica que ellos: «…are not lonely, resentful types, as we might expect them to be, but ordinary, even sentimental family men who happen to make their living through torture. In Beto and Pepe there is no clear line between victim and villain. The self has been neutralized.» (Driskell, Power, 574). La delgada línea paradójica en la que viven estos personajes, la que hace difusa la diferencia entre torturadores y civiles normales se puede enfocar basándose en lo dicho por Driskell acerca de ver a estos personajes fuera del contexto de la clase dominante a la que pertenecen, y observarlos como hombres de familia.

De hacer una lectura desde la perspectiva indicada anteriormente del siguiente parlamento: «[h]ola negra. El Beto habla, corazón. ¿Cómo te va? […] ¿Cómo está la nena? ¿La abrigaste? […] Mira que está fresco esta noche. […] Hacele repasar la tabla del 7, que andaba floja en el cuaderno…» (Pavlovsky, Galíndez, 183), o este: » ([m]eloso.) Hola, Rosi, el papi habla. ¿Cómo le va a la muñequita? ¿Me querés mucho? Y como no te voy a querer si soy tu papi» (Pavlovsky, Galíndez, 183) se nota la doble cara de este personaje. Beto, casado y padre de una niña, pasa rápidamente de tener una conversación con Pepe acerca de cómo combinan la violencia aprendida en su labor para Galíndez y la intimidad en sus vidas conyugales, a hacer una llamada telefónica a su casa y tener una plática con su mujer a quien le expresa sus sentimientos y luego habla con su hija a la cual le hace ver su inmenso amor de padre. El hecho de ver a este torturador en una tierna situación familiar revela que uno de los propósitos del texto: «…is intended to shock the spectators into a genuine awareness of reality» (Driskell, Power, 575) y ver en un terreno extraño a un hombre que se supone es violento, pero que tiene acceso a una situación cotidiana como la viviría cualquier otro ciudadano.

La falta de definición con respecto al quién y al dónde pertenecen protagonistas como Beto y Pepe hace pensar en la idea propuesta por Morales-Díaz de que el Calibán es una figura diaspórica y migratoria que no pertenece a ningún lugar, no obstante está en todas partes (Morales, Calibán, 3). Ya sea que se estudie a esos individuos desde su posición de torturadores, o desde una perspectiva de ciudadanos comunes, ellos ostentan un estatus de calibanes exiliados en su propia tierra y cultura porque de una forma tienen que obedecer ciegamente, y con una gran carga de temor, las órdenes de un Próspero a quien ni siquiera conocen, mientras que sus vidas civiles transcurren en una sociedad compuesta en su gran mayoría por sujetos que no pertenecen directamente a la clase dominante y que, como ellos, habitan una región controlada y vigilada por la omnipotente presencia del dictador. La dualidad de ser torturadores y civiles provoca que Beto y Pepe sean a la vez: «Prospero and Caliban [que] confront each other in one shared space» (Morales, Calibán,17) lo que provoca en la audiencia: «…subjective images and beliefs to come into question and conflict.» (Morales, Calibán, 17). Por ejemplo, es válido acercarse a la paradoja de que estos personajes, en su posición de clase dominante que los convierte en Prósperos, necesitan sus víctimas calibanescas para justificar su identidad torturadora. Albero Moreiras definiría este conflicto como: «[l]a relación entre lo local y lo global [que] es ubicua en el discurso crítico» que envuelve a la obra (Moreiras, Hegemonía, 135). Esto viene a explicar lo que este crítico, a través de lo que él cita de Zizek, expone bajo la forma de un antagonismo protagónico que no debe concebirse únicamente como: «oposición externa ni como relación complementaria de los dos polos en la que cada uno equilibra el exceso de su opuesto…» (Moreiras, Hegemonía, 135). En otras palabras, el antagonismo entre torturador y ciudadano es necesario, inherente a su opuesto para que se pueda llegar al estado de «shock» citado por Driskell por el cual se debe aceptar la infiltración de la violencia en la seguridad de la vida familiar.

El teatro distópico se ha convertido en un encuentro íntimo entre la audiencia y la representación de torturas y accesos a cárceles, conflictos familiares y cuartos oscuros que en realidad son las verdades ocultas que el sistema pretende esconder de la vista pública. Todas estas representaciones de la realidad latinoamericana conforman un cuadro total, uno de un continente que aún quinientos años después de la conquista sufre los embates de constantes y diferentes tipos de colonización a cargo de entes cuyos intereses alimentan los continuos procesos de hibridación que cambian la esencia del individuo y de la sociedad local. El sueño constante de estos individuos y sociedades de las que se discute es la creación y perfeccionamiento de una forma de vida igualitaria y cooperativa como la propuesta por Moro, por lo que es justo alabar el propósito subyacente de la distopía de manifestarse contra las imposiciones que son utopías para unos, pero que buscan alcanzar a cualquier precio. La distopía se adapta y alimenta de esos cambios, por lo que es un fenómeno indestructible e inherente a America Latina, a su gente, su economía, su política, por lo tanto también a su cultura; que continuarán mutando conviviendo en una relación parásita que Shakespeare explicaría: «[t]he evil that men do lives after them; the good is oft interred with their bones.»

 

Mario Morera, Ph.D

Associated Colleges of the Midwest

Costa Rica Programs

 

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