El templo bajo la piel
La ciencia mal entendida y aplicada sin perspectiva puede llevar fácilmente a la conclusión de que solo aquello que se puede objetivar existe. Por una suerte de prepotencia, difícilmente se entiende que lo que hoy es medible, ayer no lo era, al mismo tiempo que lo que hoy es solo una intuición, es posible que mañana pueda refutarse con pruebas fehacientes. En un mundo donde la ciencia y su inevitable objetivismo determinan la percepción de lo que nos rodea, la realidad se redefine en cada momento, a medida que nuestra capacidad tecnológica permite medir lo que antes se creía inexistente.
Desde esta perspectiva pero en contraste, lo que se denomina sagrado sería la excepción a la conclusión inicial y permitiría sembrar la posibilidad sobre la existencia de todo aquello que no se puede comprobar. Así mirado, lo sagrado sería parte de ese lado que la ciencia desconoce y que espera ser desvelado; una hipótesis impulsada desde la humildad, donde se ofrece espacio para todo aquello cuya existencia está por corroborarse.
Cuando la frontera de lo sagrado se delimita en contraposición a lo objetivable, parece que uno se gana el derecho a hablar sobre ello sin que se le acuse de misticismo o de ser un asceta trasnochado. Se entiende que se abre la puerta a un terreno quizá etéreo, donde las palabras patinan sobre sus significados, pero no por ello menos importante o más alejado de nuestra existencia. El temor a hablar sobre lo que se considera sagrado no reside por tanto en el rechazo que se promulga desde el sentir científico. Proviene de la confusión que establecen al respecto las religiones, que hacen uso de lo sagrado con intenciones desviadas y, paradójicamente, en busca de interés bien tangibles (y por tanto en absoluto sagrados) de tipo económico, ideológico o político. Existe entonces una idea de lo sagrado independiente de cualquier noción religiosa y que no se excluye por cuestiones científicas. En ese de cruce de conceptos creo que se establece la idea sagrada del arte escénico.
Al pensar sobre el carácter sagrado de la escena, es fácil que aparezca una imagen trazada desde el prejuicio y que se acoge inadvertidamente a temáticas litúrgicas, atmósferas solemnes, prosodias modeladas con gravedad y espacios que emanan aromas antiguos. Es sencillo asociar lo sagrado a cierto envoltorio ritual, sea lo que sea que llamamos ritual. Pero al margen de esta idea de teatro ritual que tan bien se define desde el prejuicio, lo sagrado, en cuanto a lugar cargado de significados intangibles, es capaz de habitar el proceso creativo del actor. Allí, en esa intimidad que no ampara regla conocida, es donde el actor contacta con esa presencia que solo se enciende durante el acto escénico. Lo sagrado es su templo interno. Un templo de la burla, de la alegría, de la tragedia, de su trascendencia, de su entraña artística, aquello que solo es capaz de comunicar a través del puente de aire que va de su orilla a la del espectador.
Si, como decíamos al principio lo sagrado se erige frente a lo que se objetiva, en el actor lo sagrado es el bastión que prevalece frente a todo aquello que intenta objetivar su oficio a través de opiniones, vengan de un director, crítico, programador o cualquier otro opinante circunstancial. Es aquello que sigue en pie mientras los pareces van y vienen. Un templo construido con vísceras de viento, capaz de proteger de forma inexpugnable su intimidad creativa cada vez que pone un pie en el escenario.