Críticas de espectáculos

El triángulo azul/Laila Ripoll y Mariano Llorente

Mauthausen, el campo de los españoles

 

Una prueba evidente del compromiso que el teatro de Laila Ripoll mantiene con la historia reciente de nuestro país ha sido la sobresaliente revisión de la Trilogía de la Memoria que, durante el pasado mes de enero, mostró Micomicón en la Cuarta Pared. Y es que la autora goza de un sexto sentido para situar un acontecimiento cotidiano – un velatorio, unos niños que juegan en un desván, un hombre que reclama la bicicleta de un familiar – en su verdadero marco terrenal: la sociedad patriarcal de nuestros pueblos, la atrocidad de un orfanato de Auxilio Social, o la insania de una usurpadora criminal a la que tiene por «santa» toda la sociedad.

Trasladado así el hecho a sus coordenadas reales, lo ocurrido cobra sentido, nos revela sus aspectos ocultos y, por lo general, nos espanta al conocer en qué consistió de verdad. Pero esta especie de ciudadanos clarividentes, de Tiresias urbanos, no llega a prosperar en nuestro solar, arrasado éste como está por falsos adivinos y profetas, corredores de mitos y doctrinas, embusteros profesionales y otros depredadores de ideas aún por clasificar. Entonces, ¿cómo conocer nuestro pasado? Puestas aparte las gestas «patrióticas» (la Reconquista, los Reyes Católicos, el Imperio, el 2 de Mayo y el Glorioso Alzamiento Nacional), en los colegios e institutos esta materia – la Historia, digo – no se da y en la Universidad más bien se oculta tras una espesa máscara facial que, partiendo de un fondo castizo y obsoleto, se acicala con «papers» de carácter internacional. Ante esta confusión, la mirada clarificadora y transparente de artistas como Laila Ripoll resulta imprescindible en ocasiones para recuperar una memoria que se quiere olvidar a toda costa. Y esto es precisamente lo que ocurre en El triángulo azul, su último estreno, que nos habla en el teatro Valle-Inclán del trágico e ignorado destino de los prisioneros españoles en el campo de concentración de Mauthausen, en Austria, a orillas del Danubio y cerca de la ciudad de Linz.

A diferencia de las piezas de la trilogía, que parecen emancipadas y como surgidas de sí mismas al conjuro del ingenio y la imaginación de la autora, El triángulo azul, escrita con Mariano Llorente, ha requerido una labor de meses para establecer su documentación. Y ello, porque la suerte de aquel contingente hispano no suscitó jamás el menor interés por parte de las autoridades españolas, que les dejaron indocumentados y en el limbo una vez que la España franquista renegara de ellos. Con razón, se dirá el lector, en cuanto en su mayor parte eran «rojos» de los que cruzaron la frontera francesa en febrero del 39 huyendo de las tropas «nacionales», fueron luego internados de una manera indigna en miserables campos de refugiados por el gobierno del Frente Popular del país vecino y terminaron entregados al Tercer Reich por el régimen del mariscal Pétain para que trabajaran como esclavos. Y aunque, como sus fieles aliados, los nazis se los ofrecieron a Franco en sacrificio, el Caudillo los rechazó con desdén (bastante quedaba por hacer en España) y llevaron desde aquel momento en el pecho, como marca infamante, el triángulo azul de los apátridas (aunque la pasión por el orden de los germanos insertara la S de Spanier en la citada figura geométrica).

Concebido como un campo de exterminio por el extenuante trabajo en sus canteras, Mauthausen estuvo inicialmente programado para acabar con los enemigos del nazismo: socialistas, comunistas, anarquistas y toda clase de artistas e intelectuales antifascistas acompañados, para mayor escarnio, por prostitutas, maricas y gitanos. Procedentes primero del corazón del Reich, Austria, Alemania y Checoeslovaquia, fueron llegando luego polacos, españoles, húngaros, yugoslavos y rusos más, cada vez con mayor frecuencia, judíos excedentes de Auschwitz o de Dachau que no daban abasto, lo que llevó consigo la construcción de cámaras de gas y crematorios. En el momento de su liberación por las tropas norteamericanas en mayo de 1945, estaban encerrados en el campo unos 85.000 prisioneros. Quemados sus archivos por los nazis, no se conoce con exactitud el número de personas allí ejecutadas pero los cálculos oscilan entre los 120.000 y los 220.000 muertos. A partir de agosto de 1940, pasaron por el campo unos 7.300 españoles. En la Navidad de 1942, momento álgido de la obra de Laila Ripoll, siete de cada diez ya habían perecido. Los que salieron vivos del infierno en 1945 no llegaban a los 2.000.

Como nadie lo hacía por ellos, fueron los supervivientes del campo quienes escribieron su propia historia y son sus testimonios los que han utilizado los autores para montar la trama de El triángulo azul. De tal manera que, de la mano de Llorente y Ripoll, nos vemos deambulando por las instalaciones del «lager» y trabamos conocimiento con algunos de sus moradores. El primero será un alemán, Paul Ricken, un viejo profesor abducido por el nazismo que, para cuando comprenda el verdadero significado de éste, estará ya definitivamente comprometido con su barbarie. En su función de responsable del Servicio de Identificación Fotográfica del campo, él será nuestro guía y nos introducirá a sus dos ayudantes, los presos españoles Toni y Paco, trasuntos de dos personajes históricos extraídos de las memorias antes citadas: Antonio García y Francesc Boix. La relación de Toni con Oana, una prostituta gitana, y la de Paco con Jacinto, un joven prisionero que trabaja fuera del campo, configura la cadena que va a permitir a los dos fotógrafos sacar de Mauthausen un valioso conjunto de instantáneas que reflejan su horrenda realidad. Otra pareja ronda continuamente, la formada por Brettmeier, un oficial de las SS, y La Begún, un sanguinario kapo español odiado por sus compatriotas. Ambos forman una perfecta combinación de brutalidad y servilismo que pronto nos hace comprender que el campo no tiene salida, ni para sus presos ni para sus guardianes, atenazados todos por una inabarcable abyección.

Y sin embargo, algo se mueve en un panorama tan dantesco: y es que, a pesar de las dificultades, los presos están organizados y aunque saben que antes o después morirán allí, quieren hacerlo con dignidad, habiendo cumplido con su deber (el «lager» continúa la lucha antifascista) y dejando las pruebas necesarias para que el día de mañana los verdugos sean castigados. En este sentido, el empeño de Toni y Paco por salvaguardar las fotografías refleja la verdad histórica, en cuanto aquel paquete de documentación se utilizó como prueba de cargo en el juicio de Nuremberg; pero además es representativo del trabajo de resistencia que, junto con las demás nacionalidades organizaron los presos españoles en su encierro. No es raro que así fuera dada la experiencia combativa que habían adquirido durante la Guerra Civil, en los campos franceses o en la lucha contra los nazis hasta el momento en que fueron apresados. A pesar de su pequeño número, Mauthausen fue entonces conocido como «el campo de los españoles» y cuando llegaron los americanos, la pancarta desplegada sobre la puerta de entrada – «Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras» – lo decía así, en español.

Elaborado el texto, viene ahora la parte más complicada para Laila Ripoll, su directora, que es llevarlo a la escena de tal modo que el espectador no quede bloqueado por el espanto y llegue a comprender las razones por las que aquellos hombres y mujeres prosiguieron su lucha en condiciones tan adversas. Una primera opción consistiría en narrar esta historia de una manera realista, como si fuese un drama psicológico o una serie de televisión, dándole al sentimiento y la emoción una preponderancia sobre el razonamiento que llevaría al público sin duda a esa situación de hipersensibilidad anímica e inmovilismo intelectual que precisamente se pretende evitar. Una trampa en la que, desde luego, no podía caer una directora que ha sabido encontrar, para cada una de sus obras, la forma exacta que le convenía. Baste con recordar, volviendo por un momento a la trilogía, que la manera de interesar al espectador por los sucesos y los personajes de aquellas tres tragedias de posguerra fue echar mano, sistemáticamente, de un recurso tan castizo como lo grotesco, ese espejo deformante de la realidad que ha sido la marca más característica de los artistas preferidos de la autora: Quevedo, Goya, Valle-Inclán, Arrabal, Paco Nieva o La Zaranda. No es de extrañar por tanto que, a la hora de crear un marco estético para su nueva obra, Laila Ripoll haya querido explorar una vez más ese camino de lo burlesco que tan buen resultado le ha dado en otras ocasiones. Y es que, además, se cuenta con un precedente en la historia del campo que podía dar pie al uso del humor: no se sabe cómo ni por qué, los presos españoles obtuvieron permiso para representar una revista en la Navidad del 42. Acompañada por una orquestina que formaban tres gitanos húngaros, la pieza, titulada El rajá de Rajaloya, respondía a ese género «sicalíptico», esto es, escabroso, picante y cargado de sensualidad, que suele hacer fortuna en nuestros escenarios en sus momentos más oscuros. De modo que la función del Valle-Inclán se verá frecuentemente interrumpida por alguno de los números más aplaudidos de la revista en cuestión. En realidad, no queda constancia de ninguna de dichas canciones y los autores se las han inventado para la ocasión, pero habrá que reconocer que entran muy bien y son muy oportunas en cuanto su tema principal se suele referir jocosamente a los distintos modos de morir en el «lager»: despeñado por las escaleras de la cantera, por una inyección directa al corazón, ahorcado, fusilado, azotado o electrocutado, muerto de frío, hambre o sed, o más sencillamente, agotado hasta no poder más por la fatiga… Puro Brecht.

¿Hasta qué punto funciona esta estrategia con el público? Habría que decir para empezar que, inevitablemente, los espectadores tienen que luchar contra la idea que los medios y, sobre todo, el cine, les han dado del campo como un lugar sagrado, casi de expiación, en el que todo se escribe con mayúsculas: el Hombre, la Culpa, la Condena y el Mal. Así, para cierta parte de la audiencia, los números musicales pueden llegar a «rechinar» como si una tropa de raperos bailara «hip hop» en una catedral. Pero esa interpretación trascendente del campo de exterminio choca de plano con la intención de los autores, que es eminentemente política en cuanto nos quieren demostrar que, aún estando en aquellas condiciones, se puede resistir y actuar positivamente. De modo que el montaje de Laila Ripoll arranca con una «provocación» que el público habrá de resolver a lo largo del espectáculo: hasta qué punto la representación que le han hecho del campo como límite de la condición humana no se trata de una mistificación. Conscientemente, creo yo, la directora introduce en el auditorio una cuestión que puede dividirlo y ponerle a pensar, aun a sabiendas de que pone en peligro esa comunión con la obra que alcanzó, por ejemplo, en Los niños perdidos. Hay aquí más riesgo, más necesidad de plantear preguntas y mover más ideas por la audiencia. Ni que decir tiene que, como es ya costumbre en Micomicón, la función se desarrolla «cum laude»: intérpretes, incluidos los ajenos al grupo, luces, decorados, escenografía, proyecciones de las fotos del campo… todo está en su lugar y nos restituye al escenario de aquel holocausto político y civil. Puede que los personajes «alemanes» – Brettmeier, Ricken – resulten un pelín arquetípicos y sus respectivos finales un tanto forzados, pero el humor del diálogo funciona bien y los números musicales son magníficos. Resultado: la aclamación unánime del respetable.

Al celebrarse aquella tarde el habitual «encuentro con el público», tuve el privilegio de compartir sesión con toda una serie de familiares de las víctimas de Mauthausen, entre ellos, el padre de José Marfil Escabona, el primer español que murió allí (y por el que la insurgente sección hispana del campo se atrevió a guardar un minuto de silencio). Sus intervenciones sirvieron para documentarnos sobre la realidad de Mauthausen y los hechos de sus allegados. Su agradecimiento a quienes les habían sacado del olvido haciendo posible el espectáculo – autores, directora, intérpretes, el CDN – era inconmensurable. Pero todos resaltaron el abandono y el olvido en el que les mantienen nuestras autoridades. Un aislamiento que impuso el Caudillo y que ellas perpetúan.

David Ladra

Título: El triángulo azul – Autores: Laila Ripoll y Mariano Llorente – Intérpretes: Manuel Agredano (La Begún), Elisabeth Altube (Oona), Marcos León (Paco), Mariano Llorente (Brettmeier), Paco Obregón (Paul Ricken), José Luis Patiño (Toni), Jorge Varandela (Jacinto) – Músicos: Carlos Blázquez (clarinete, percusiones), Carlos Gonzalvo (Violín, percusiones), David Sanz (acordeón, madola, percusiones) – Escenografía: Arturo Martín Burgos – Iluminación: Luis Perdiguero – Vestuario: Almudena Rodríguez Huertas – Música: Pedro Esparza – Videoescena: Álvaro Luna – Espacio sonoro: David Roldán «Oru» – Dirección: Laila Ripoll – Producción: Centro Dramático Nacional – Teatro Valle-Inclán, Sala Francisco Nieva. Del 25 de abril al 25 de mayo de 2014


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