Críticas de espectáculos

“El uno y el otro” Rafael Campos/Francisco Ortega

Reflexión sin final

 

Obra: El uno y el otro Autor: Rafael Campos. Produce: Teatro Arbolé. Intérpretes: Rafael Campos y Francisco Ortega. Escenografía: Sebastián Brossa. Iluminación: Lionel Spycher. Vestuario: Miriam Compte. Dirección: Joan Ollé. Lugar y fecha: Teatro Arbolé (Zaragoza) 5 de mayo de 2010. Aforo completo.

El estreno del pasado miércoles en la sala Arbolé de Zaragoza, puede ser leído como acontecimiento y como hecho teatral en sí. Acontecimiento, en la medida que supone la vuelta a los escenarios de Rafael Campos y Francisco Ortega, dos nombres sobradamente conocidos de la escena aragonesa. Retorno a la esencia del teatro, a la actuación, que tiene un componente emocional, al tratarse de un proyecto que nació de la mano del tristemente fallecido Miguel Garrido. Ese carácter de acontecimiento, de viaje a lo esencial por parte de dos hombres que son parte de la historia del teatro contemporáneo en Aragón, es lo único que puede explicar la respuesta, en mi opinión desmesurada, de gran parte del numeroso público asistente, puesto en pie en una cerrada ovación.

“El uno y el otro” nos propone una reflexión sobre el peso de las ideas, de la cultura, de la palabra misma, en el devenir de la existencia. Dos personajes se encuentran en una estancia para intentar olvidar lo de fuera. Tarea nada fácil ya que, prisioneros de sí mismos, no podrán dejar atrás sus obsesiones, sus pasiones y sus errores. Ellos, que necesitan con urgencia el silencio, no pueden dejar de hablar y recordar. Por momentos nos recuerda a Beckett, sobre todo por sus diálogos circulares, por el esperar sin saber qué de sus personajes, por su reflexión abierta y sin final, por la desesperanza pintada en ocasiones de ironía. Hay pinceladas de humor e inteligencia, pero a veces se echa de menos esa frescura y agilidad que eviten que el texto termine enredándose sobre sí mismo.

Al conjunto le falta rodaje y necesita depurar algunas cosas. Conviven situaciones brillantes (muy logrado el momento de la lista de odios o su final cargado de absurdo) con otras en las que las palabras terminan pesando demasiado porque no hay un sólido juego escénico que las sustente. Joan Ollé imprime al espectáculo esa cadencia de quien devana la madeja de la vida sin ningún sentido, un ritmo dominado por la palabra de los actores. Un buen trabajo escenográfico recrea un espacio ocupado por múltiples objetos (desde un piano a un cabezudo) testimonio del paso de la vida. En él evolucionan dos actores que defienden sus personajes y casi hacen olvidar, que son muchos los años que llevan sin entrenar el músculo de la interpretación.

Joaquín Melguizo

Publicado en Heraldo de Aragón 7-05-10


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