El valor de la palabra
Con la palabra nos ocurre lo mismo que con los vecinos, y es que por verlos todos los días vivimos convencidos de que los conocemos íntegramente; pero cuando de repente algo hace que empecemos a observarlos con detenimiento, y vamos entrando en los terrenos de su intimidad, descubrimos lo insospechado, como por ejemplo, que el vecino, a quien siempre veíamos saludar apaciblemente, y a quien considerábamos una mansa paloma, es un hombre que despierta a gritos y a golpes a sus seres queridos, y que la casta vecina, a quien hemos visto dirigirse, todas las mañanas, a misa de cinco, envuelta en un manto negro y mirando al cielo, no es la que imaginábamos, porque un día cualquiera nos encontramos con ella, cara a cara, y nos sorprende con una de esas sonrisas maliciosas, que nos han hecho creer siempre, que son las que esbozan las mujeres que «esconden pasiones bajas».
Las palabras son entidades con las que mantenemos una relación rutinaria y a eso se debe que conozcamos poco de ellas, y a que ejerzan sobre nosotros una manipulación ideológica como consecuencia del concepto de bondad simple con que las concebimos y calificamos, y a que también las consideramos seres inertes incapaces de generar acciones por cuenta propia.
El papel que ejerce la palabra en nuestra existencia es otro ingrediente con el que se estimula el automatismo, porque cuando nos enseñan a hablar, que en realidad no es que nos estén enseñando a hablar, sino a imitar, es para reproducir el esquema social dentro del cual vivimos, y garantizar su permanencia, y cuando nos enseñan a escribir, no lo hacen con la intención de ejercitar en nosotros un elemento de apoyo que nos sirva para reproducir por escrito nuestros pensamientos, y de paso recrearlos, sino para incitarnos a dibujar, empleando la mayor estética posible, las palabras que se nos ocurren, o aquellas que nos van dictando quienes guían nuestro pensamiento y nuestro discurso.
La palabra, es, entonces, esa gran desconocida, que comparte con nosotros impunemente el día a día, y que por eso hablamos de ella con entera confianza, y es justamente por esa relación de vecindad pasiva que ésta nos tiende trampas que casi nunca detectamos, y entre las que más relieve tienen, la que consiste en hacernos creer lo increíble, y en que su sola presencia garantiza la comunicación entre nosotros.
La palabra, cuya aspecto es lo que más nos importa, muda de comportamiento sin que de ello nos enteremos, porque el comportamiento de la palabra es un movimiento interno, casi siempre imperceptible, debido a que ocupamos la mayor parte del tiempo en el cuidado de las formas, lo cual hace que la palabra sea uno más de esos atributos sociales con cuya estética se puede obviar un contenido, sobre todo en aquella sociedades en las que la elocuencia es el símbolo fundamental del lenguaje.
Esto es más o menos lo que le viene ocurriendo al lenguaje oral, y es que poco a poco ha ido perdiendo su consistencia social, como es la de garantizar que entre las personas se produzca una relación de entendimiento ligado al desarrollo, y por ende, a la cohesión social, pues se está convirtiendo en un elemento más de distracción, con el cual pretende dar la apariencia de sostenimiento de las relaciones sociales, porque los temas de los que se vale el lenguaje oral, actualmente, para expresarse, están muy relacionados con la inmediatez, la liviandad reflexiva y la pereza de pensamiento.
La palabra ha perdido peso intelectual, o de pensamiento, porque cada vez expresa situaciones o nombra cosas más livianas y transitorias. Esto quiere decir que define menos y recuerda menos, y que se está volviendo cómplice de las nuevas tecnologías, restringiéndose.