El valor de la visión
El teatro es una acción depurable, decantable, en correspondencia a las disposiciones devocionales (vocacionales) con que se comparece ante él, por lo que no es muy conducente verlo funcionar, desde atrás de las hendijas, mediante fáciles compulsas de sondeos y estadísticas. Es una actividad a la que, paradójicamente puede medirse por resultados, y cualquier auto-crítica honesta puede mostrar una profundización del proceso, a favor de las expectativas de quién lo practica. Sin caer en el atajo de conceder a que un trabajo, sólo por cimentarse en el ‘self’, en el trabajo sobre sí mismo, deba ser por generación espontánea, inmediatamente beneficioso en términos de crecimiento personal. Como cualquier operación en la que el hacedor es el instrumento de su búsqueda, lo remarcable en materia de experiencia, de memoria aquilatada con el cuerpo de testigo, es la conciencia de los estadios, los estratos, que van evidenciándose, ya con distinta textura, distintos colores, como un corte similar en cuanto a información, a los anillos etarios que entrega el viejo árbol como certificación de su tiempo de vida. Hay para el artista del teatro, a cuenta de los valores de investigación de vida con las herramientas que su arte le procura, un estadio podría decirse de ‘epopteia’, de visión acabada que sirve para instalarlo, no por el conformismo del punto de llegada, en la magnanimidad vivible, donde aquello que puede trasmitirse, supera el plano de lo obvio. Allí donde, como decía Sun Tzu, lo inescrutable gana, lo obvio pierde. Siempre habrá una predisposición, un emplazamiento psicológico determinado, para acometer con las campañas más duras. Y siempre habrá guerreros listos a no guardarse nada, a darlo todo, pero sin perder la clarividencia que les viene de su sapiencia. Un estado de ‘eulabeia’ (precaución), según dice Jordi Claramonte, que es el anhelo por dar con una actitud digna del ser humano, frente a todas las realidades de la vida con las que ha de preservarse uno de la exageración tanto en positivo como en negativo. En esa medida la ‘eulabeia’ griega constituye una suerte de disposición, de sensibilidad, de orientación hacia el ethos característico del equilibrio y el cuidado que se prodigan a objetos (coleccionistas), plantas, etc, porque observan desde su detenimiento, una relación activa entre ellos, detalles significativos a los que consagran su máxima paciencia, su acribia. Una forzosidad sin coacción (Hartmann). Una entereza amable.
La consumación de los procesos de visión, de revelación, si caben los términos de carácter religioso, aúnan las penetraciones más recónditas de la que es capaz la intuición. Al decir de Louis Marin, antes que la teoría, el juicio, el ‘prospecto’, el ‘aspecto’, la visión. Es el cuerpo en trance de una íntegra disponibilidad, que está presto y en condiciones de acceder a las mayores demandas que el arte exige. Se trata de acciones humanas anexionadas no sólo a una voluntariedad férrea, sino a un querer efectivo.