Críticas de espectáculos

Electra/Benito Pérez Galdós

Reposición del drama de Galdós en el Español

 

 

Don Benito Pérez Galdós estrena Electra, drama en cinco actos, la noche del 30 de Enero de 1901 en el Teatro Español de Madrid. El éxito es fulminante y el escándalo – se ha dicho de este estreno que fue el Hernani de nuestro teatro – mayúsculo. No es para menos, en cuanto en escena se enfrentan una vez más las dos Españas, la progresista y liberal, encarnada en la figura de Máximo, ingeniero “electricista” que desarrolla en su propia casa sus ensayos de conductividad, y la retrógrada y clerical, que encuentra en el siniestro personaje de don Salvador Pantoja su adalid más castizo y cabal. El suceso salta a la calle, don Benito es paseado a hombros por la del Príncipe, el nuevo equipo ministerial de don Práxedes Mateo Sagasta se denomina Ministerio Electra, la marca “Electra” se difunde por tiendas y mercados, y las representaciones populares en el teatro Novedades finalizan con la interpretación del Himno de Riego y La Marsellesa. Todo ello está admirablemente resumido en la introducción que la profesora Elena Catena preparó en 1998 para la edición de la obra en la Colección “¡Arriba el telón!” de Biblioteca Nueva. Tras un largo silencio y patrocinada por la Fundación Teatro Pérez Galdós de Las Palmas de Gran Canaria, la obra se acaba de reponer en el Español del 10 al 20 de este mes de junio, esto es, casi ciento diez años más tarde. A eso se llama en nuestro país mantener vivo el repertorio.

Al decir de algunos, Electra es el típico drama naturalista decimonónico. Pretende reflejar objetivamente un segmento de la sociedad de su época – en este caso, la alta burguesía mesetaria enriquecida en la Bolsa y benefactora de la Iglesia – al tiempo que – ¡oh, contradicción! – emite un juicio crítico sobre el comportamiento de dicha sociedad. De ahí, según los mismos, que el drama pronto se convierta en una obra de tesis, esto es, en una exposición en donde el conflicto, más que surgir de los caracteres y vivencias de los propios personajes, viene determinado por la idiosincrasia y los fines propagandísticos del autor. Si además se trata, como es el caso, de un reconocido novelista, o sea, de un escritor habituado a manejar él solo todos los hilos de la trama, el resultado viene cantado: la pieza será más una novela dialogada (como Realidad) que una verdadera obra dramática…

Por esta máquina trituradora establecida por determinada crítica literaria, más amante de las formas que de los contenidos, ha ido pasando hasta convertirse en polvo todo el teatro galdosiano, olvidando tal vez que este teatro es coetáneo del de Ibsen, Hauptmann, Strindberg, Gorki, y hasta del del mismísimo Chejov (quien, por ejemplo, estrena sus Tres Hermanas en ese mismo año de 1901) autores todos ellos que, cada uno con su estilo propio, utilizan esa misma técnica naturalista (con su correspondiente carga de tesis incluida) para construir su dramaturgia. Galdós escribe pues un teatro similar al que hacen en su tiempo esos grandes autores y lo que habría que preguntarse entonces es por qué éstos son reconocidos tanto en sus países de origen como en la escena mundial y, sin embargo, la obra dramática de don Benito ha quedado relegada tanto aquí como, consecuentemente, en el panorama escénico general (a su muerte en 1920, Pérez de Ayala hermanó su obra con la de Cervantes; no sé si llevaba razón en el parangón o se dejaba llevar por el entusiasmo, pero lo que sí es cierto es que el teatro de ambos fue siempre despreciado por la crítica académica en proporción igual a su desmedida admiración por su maestría como narradores). Encontrarle una respuesta a esa desafección requeriría combinar la mala prensa que el naturalismo siempre ha tenido en nuestro país (de ahí viene también el olvido de toda la generación realista de los cincuenta) con la dificultad de practicarlo plenamente en dilatados períodos de nuestra Historia o el hecho de que nuestra realidad, en su crudeza, lo haya desviado con mucha frecuencia hacia el campo de lo grotesco y de la farsa, descuidando tal vez la alta componente espiritual y psicológica que suele comportar el drama en otras regiones más septentrionales de nuestro continente.

Una vez puestos los puntos sobre las íes en lo que se refiere a la legitimidad de su estética naturalista, no cabe la menor duda de que Electra tiene sus altibajos desde el punto de vista dramático, no siendo el menor de ellos su precipitado final y, sobre todo, la “aparición” de la Sombra de Eleuteria, la desventurada madre de la protagonista, por muy vagamente que se intuya su figura “en la oscuridad del fondo” del patio del convento de San José de la Penitencia como señala, un tanto pudibundo, don Benito. Pero, a cambio de estas disfunciones escénicas, Galdós establece un espléndido retrato de lo que fueron aquellas gentes “ricas” de comienzos del pasado siglo y de su connivencia con una Iglesia Católica que, mermada en sus bienes inmuebles por las sucesivas desamortizaciones del XIX, tiene que recapitalizarse a partir de los legados y donaciones en metálico de quienes se lucraron con ellas. De esa transferencia de capitales surgen dos de los tres personajes “productivos” de la obra – siendo el otro el ingeniero Máximo – don Leonardo Cuesta, acreditado y exitoso agente de Bolsa, y el ya mencionado don Salvador Pantoja. Ambos se consideran padres no declarados de Electra – a pesar del hábito monjil con el que se nos muestra en su aparición, Eleuteria fue bastante casquivana en su juventud – pero así como el bueno de Cuesta se preocupa por asegurar su futuro – la niña, aun viviendo en casa de doña Evarista y don Urbano, no deja de ser una “recogida” – don Salvador se considera dueño absoluto de su cuerpo y alma: del primero, encerrándolo en un convento, y de la segunda, consagrándola a Dios hasta que el cuerpo muera para que, desde esa posición privilegiada, no haga más que rezar por el perdón de los pecados de sus progenitores. Imponente personaje el de don Salvador, sin duda el más atractivo del drama, convencido como está, más Torquemada que Tartufo, de que sus designios son totalmente acordes con la voluntad divina y dispuesto, por tanto, a llevarlos a buen fin caiga quien caiga y sin detenerse en un quítame allá esas pajas. Y no lo olvidemos, recaudador y administrador de los bienes de la Iglesia en cuanto Galdós inaugura con su figura esa genealogía de gestores no tonsurados de las arcas celestiales que con tanto éxito han proliferado, alistados en toda clase de congregaciones seglares, hasta llegar a la España de hoy. Comparado con el suyo, el papel de los jóvenes protagonistas, Máximo y la propia Electra, no deja de ser subsidiario como lo resulta el breve resplandor del rayo del Progreso entre los negros nubarrones de nuestra sempiterna Reacción.

El precipitado final viene de que Galdós no sabe muy bien cómo terminar su historia. Lo normal sería que, una vez descubierta la verdad (esto es, que don Salvador le ha mentido a Electra al hacerla creer que Máximo es su hermano) el embustero fuera castigado y la joven liberada del convento donde la mantiene secuestrada. Pero don Benito, aun siendo hombre de orden, sabe en qué país vive y con qué justicia se las está jugando, como hace evidente la réplica de Máximo al Marqués, un antiguo ilustrado, que intenta convencerle de actuar artera pero legalmente: “Y este orden social en que vivimos nos envolverá en una red de mentiras y de argucias, y en esa red pereceremos ahogados, sin defensa alguna, manos y cuello cogidos en las mallas de mil y mil leyes caprichosas, de mil y mil voluntades falaces, aleves, corrompidas”. De modo que, seguramente muy a su pesar de su condición de buen ciudadano, Galdós opta por un final a lo Zorrilla: aparición milagrosa de la madre y rapto del convento de la hija. Y eso que los jueces del “caso Ubao”, en el que está inspirada la obra, fallaron la exclaustración de la novicia captada por el padre Cermeño pero, viendo cómo está el patio, ¿qué hubieran fallado hoy nuestros jueces?

Por lo que dice en el programa de mano, Ferrán Madico, director del montaje, ve la obra de distinta manera. En cuanto a su mensaje, parece partidario de trascender lo carpetovetónico de su anécdota refiriéndolo a la “dualidad de la existencia humana” y “las pulsiones íntimas de los intereses secretos de los seres humanos en todas las sociedades”. Y con respecto a la estética, se alinea con los detractores del naturalismo al escribir de Electra que es “un teatro que todavía sigue siendo absoluta y radicalmente válido una vez que, diseccionado el realismo, lo utilicemos para que dicho realismo nos atrape y nos catapulte hacia lo simbólico”. Debe ser en razón de ese simbolismo por lo que los actores, alineados sobre la escena, comienzan la obra con una tabla de gimnasia – eso sí, diseñada por la coreógrafa Sol Picó – que se repite más tarde mediada la función, o don Salvador manipula el cuerpo de Electra como si fuera el de una marioneta, o don Urbano sale en silla de ruedas, o una banderita española sirve de mantel en el improvisado almuerzo en el laboratorio de Máximo, o… Claro que luego están el texto y la peripecia galdosianos, espléndidamente adaptados por Francisco Nieva, para atraer la atención del respetable. Entre los intérpretes, un tanto acartonados, se salvan los veteranos Chema Muñoz y Maru Valdivieso, que intentan dar un poco de humanidad a sus papeles. Miguel Hermoso Arnao marca bien la radical transformación de Máximo de sosegado científico a partidario fanático de tomarse la justicia por la mano. En cuanto a Sara Casasnovas y Antonio Valero hacen lo que les dejan con sus respectivos personajes, muy desmelenado y gritón el de Electra y demasiado envarado y lineal el de don Salvador que podría haber sido, como se ha dicho, el papelón del siglo.

Pase pues esta Electra como un siempre bien merecido homenaje al teatro de Galdós, pero es claramente insuficiente para subir a las tablas del Español y traer su turbulento estreno a la memoria. Tal vez sea cosa de los tiempos, rebeldes e impetuosos aquéllos, absortos en la contemplación del individuo, éstos.

David Ladra

 

 


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