Elisa y Marcela se casan en 1901 en A Coruña. A Panadaría
Es bien cierto que “lo normal” se hace coincidir, por lo general, con lo sensato.
“Lo normal” suele ser aquello que la mayoría hace, la manera de comportarse y actuar de la mayoría de la gente, en un momento determinado de la historia y en un lugar determinado del planeta tierra. Ya sabemos que “lo normal” en el año 1901 en Galicia, por ejemplo, no tiene porque ser “lo normal” en 2017 en el mismo lugar. Así que la época cambia “lo normal”. También sabemos que “lo normal” en 2017 en Galicia, por ejemplo, no tiene porque ser “lo normal” en Rusia en 2017. Así que el lugar y las coordenadas socioculturales del ámbito territorial también afectan al concepto de “lo normal”.
“Lo normal” deriva de la manera de comportarse y de lo que hace la mayoría de la gente, también, por supuesto, de sus ideas y sentimientos. Sin embargo, ¿qué acontece, entonces, con la otra porción, digamos que minoritaria, de la población de ese territorio y de esa época, que siente y piensa distinto a la mayoría?
Las tensiones que se originan en el seno de una sociedad, en una época y en un lugar, entre “lo normal” y lo que se sale de la norma, determinan el grado de salud democrática, de respeto y de progreso de esa sociedad.
Si “lo normal” se confunde con lo sensato, con lo juicioso, entonces “lo normal” derivará en ley y la ley nos enjuiciará, dejando fuera de su protección a quien no esté dentro de esa mayoría. Ahí la democracia falla.
Vivimos, en todo el planeta tierra, desde los parámetros de relación heteronormativos. O sea, la norma que impera en las relaciones responde al binarismo heterosexual hombre/mujer. La función reproductora del sexo ha tenido tanto poder en el patriarcado de todas las patrias, que ha organizado, también, los usos y costumbres, los géneros (que son culturales) y los roles. Esa misma función reproductora que ha servido para someter a la mujer convirtiéndola no solo en la madre, sino en la cuidadora, en la servidora.
Nada de lo que digo es nuevo. Y, pese al nivel de desarrollo, estos parámetros de “lo normal” siguen operando, de manera más sutil o evidente, por debajo de la organización de las sociedades más avanzadas. Podría poner innumerables ejemplos.
Todo lo que nos rodea y nos culturiza, desde la más tierna infancia, se dedica a inculcarnos los modelos de relación y comportamiento heterosexual, desde la educación, el cine, la televisión, la publicidad, etc.
Como bien sabemos, los derechos humanos y el respeto a la diferencia, no se cumple, en la práctica, pese a las legislaciones favorables al matrimonio homosexual, en la mayoría de los núcleos de población del Estado Español. Por eso sigue habiendo agresiones homófobas en las principales ciudades y por eso sigue siendo “violento” o difícil ver a una pareja de mujeres o de hombres manifestando, con libertad, sus afectos en la calle, en la misma medida que puede hacerlo una pareja de hombre/mujer.
También sabemos que en muchos países cercanos la homosexualidad está considerada una aberración y un delito y castigada con violencia.
Entre las artes, la del teatro, más artesanal y próxima que el cine, por ejemplo, y, en muchos casos, menos dependiente de las manipulaciones de la industria, siempre sujeta a los intereses de una rentabilidad económica directa, suele plantear escenarios revolucionarios respecto a “lo normal”.
No olvidemos que la rentabilidad económica directa suele tener que ver con el consumo por parte de una inmensa mayoría de gente. Así pues, un disco, una película, una serie de ficción televisiva, un perfume, un coche, etc., para triunfar necesitará coquetear con “lo normal”, con la mayoría y, por tanto, estar dentro de los cánones de lo heteronormativo, aunque, para ello utilice una cierta dosis de provocación o de ambigüedad. Provocación y ambigüedad bien medidas dentro de los límites de esos cánones de lo heteronormativo.
Sin embargo, el teatro, que no es un arte reproductible y, por tanto, de difícil adscripción a los mecanismos de la industria, se puede permitir la libertad de contestar “lo normal” y ponerlo en cuestión.
Lo industrial y el teatro tienen poco que ver. ¿A cuántas espectadoras/es puede llegar, de manera próxima y sutil, una función teatral? Y me refiero aquí a si es posible llegar a una espectadora o espectador, en el teatro, en un auditorio en plan estadio de fútbol. Y, por otra parte, ¿cuántas funciones y durante cuánto tiempo? y ¿por cuántos países?
Estas cualidades de las artes escénicas, que las alejan de los productos industriales de consumo, nos hacen pensar en que su función principal no será la rentabilidad económica, sino la rentabilidad humana. Por eso yo creo en el teatro como un servicio público imprescindible, siguiendo los postulados de Jean Vilar.
Así pues, el teatro puede acometer revoluciones que no se hacen desde el choque y la imposición, sino desde la empatía y la comprensión.
Ese es el caso de las piezas de la compañía gallega, formada exclusivamente por mujeres, A Panadaría.
A Panadería es Areta Bolado, Noelia Castro y Ailén Kendelman. Se trata de una compañía teatral que se gesta en las aulas de la ESAD de Galicia y que nace en 2013 con el espectáculo titulado Pan! Pan!, con el que ganaron el Premio de la Crítica de Galicia en 2015, además de un premio María Casares de interpretación para Areta Bolado, y el Premio Xuventude Crea de la Xunta de Galicia.
Ellas mismas describen el trabajo de su compañía de la siguiente manera: “Amasamos un teatro de creación propia y, por eso, nos llamamos A Panadaría, porque el nuestro es un oficio de tradición, de esfuerzo y constancia, de relación de la persona con los elementos más básicos, con lo que ha venido antes y con lo que aún está por llegar. Porque en todo el mundo la humanidad hace pan y hace teatro, nos llamamos A Panadaría, para alimentar cuerpo y alma.”
Pan! Pan!, su primer espectáculo, era una parodia del western norteamericano, realizado por las tres actrices sin camuflar su condición de mujeres, para extender la ironía cómica respecto a la construcción de uno de los roles más legendarios del macho. En ese espectáculo inaugural, están las condiciones fundamentales de la concepción teatral de A Panadaría: lo artesanal vinculado al cuerpo y a la voz como herramientas principales de composición de espacios y escenas evocadas, nunca representadas de una manera mimética realista. Se trata, más bien, de una teatralidad evidenciada, que acentúa lo lúdico por encima de la función narrativa de una historia. Las historias son, en buena medida, una excusa para el juego y para, desde ese juego, afectar simpáticamente, las conciencias.
Ese juego teatral se hace desde la puesta en evidencia de las propias actrices, de sus personas, que no se ocultan tras la interpretación de personajes, y desde la puesta en evidencia del escenario como lugar de operaciones artísticas, que no se oculta buscando crear la ilusión de un espacio ficcional.
Así pues, se trata de un teatro que exhibe la realidad escénica, que no esconde el juego de la acción escénica para someterlo a que surja una acción dramática ficcional. Por tanto, estaríamos ante aquello que solemos definir dentro del amplio panorama del teatro posdramático, en el que no se representa una historia y las actrices no interpretan personajes.
No obstante, el teatro posdramático de A Panadaría es de carácter popular, ya que utiliza recursos próximos al cabaret y al teatro de varietés: interpelación directa al público, números de disfraz y transformismo, inversión de roles y géneros, profusión de gags, números cantados y bailados, utilización de la caricatura y de la parodia, etc.
Su última pieza se titula Elisa e Marcela y, en ella, a través de un proceso de documentación, recuperan un suceso real: el primer matrimonio homosexual de la historia, perpetrado por Elisa y Marcela, en el año 1901, en la ciudad de A Coruña.
El 8 de junio de 1901 estas dos mujeres, Elisa y Marcela, desafían las normas, y deciden oficializar su relación de amor casándose en la iglesia de San Xurxo de A Coruña. Para ello Elisa se transforma en Mario y el cura las casa. Con posterioridad, el matrimonio es descubierto y perseguido, por lo cual se ven obligadas a huir a América.
Elisa e Marcela de A Panadaría, es una coproducción con el Centro Dramático Galego y con el Concello de Rianxo y se estrenó el 14 de octubre de 2017 en el Teatro Rosalía de Castro de A Coruña. Yo pude verlo en el Auditorio Municipal de Vigo el 20 de octubre, con la sala llena y las entradas agotadas para las dos funciones programadas en Vigo.
La función, a la que yo acudí, fue un éxito rotundo, con el público en pie aplaudiendo con entusiasmo ante el primer espectáculo explícitamente lésbico del teatro gallego.
Y esto no significa que el público aplaudiese, directamente, por la temática lésbica, presente en muchas de las acciones escénicas de la pieza, sino por la brillante y efectista ejecución actoral.
La alegría del juego teatral trasciende la temática lésbica y, al mismo tiempo, la hace eficaz ideológicamente.
La ovación final no es más que la constatación de que las espectadoras y espectadores, no solo se han divertido, sino que, en cierto sentido, ratifican la reivindicación de esa libertad afectiva más allá de la norma heterosexual.
No obstante, el show de las cómicas de A Panadaría ya había despertado el aplauso en diferentes números musicales y pantomímicos, con los que reconstruyen, fantasiosamente, algunos capítulos de la historia de ese primer matrimonio entre dos mujeres.
A Panadaría apuesta, como ya he señalado, por un teatro posdramático popular, que no representa personajes ni somete sus acciones escénicas a la verosimilitud realista de una ficción creíble.
Areta, Noelia y Ailén se liberan de los corsés del drama, de la interpretación realista de personajes y apuestan, directamente, por la exhibición del juego teatral real y de las habilidades actorales.
Sus dotes musicales son empleadas para alcanzar efectos espectaculares, por ejemplo los números en los que hacen con la voz y la percusión corporal la imitación de instrumentos musicales. Ahí el escenario se vuelve un “Talent Show”. La capacidad de Ailén para cantar un fado, como si fuese portuguesa, evocando la huida de Elisa y Marcela hacia Portugal. La ejecución de un número que imita el estilo flamenco, con una de las actrices haciendo pasos toreros, para evocar la amistad de la pareja con un torero de la época. Los cánones vocales y la reproducción, también con las voces, de ambientes y efectos sonoros, que actúan de manera fantasiosa para evocar algunos capítulos del viaje de la pareja.
En la misma onda actúa la fisicalidad de las actrices a la hora de realizar números de pantomima o de ventrílocuo, para ilustrar estampas imaginadas sobre el momento en el que se conocieron Elisa y Marcela, el momento de la ceremonia de la boda en la iglesia, el viaje de luna de miel y su huída final.
Las soluciones fantásticas, como la de una actriz haciendo del puro cubano, que uno de los personajes llevaba en el bolsillo de la camisa el día de la boda, u otra actriz haciendo de la bombilla de mate que la pareja había utilizado en su viaje a Buenos Aires, añaden otros gags y números de trabajo corporal que hacen las delicias del público.
Un show de teatro físico y musical en el que no se representa la historia de Elisa y Marcela, en el que no hay más escenografía que un paño blanco de fondo, que se despliega de un rodillo, y el propio juego de las actrices.
Un teatro popular y cómico que, al renunciar al drama que se le podría presuponer al suceso protagonizado por Elisa y Marcela y a su lucha valiente por casarse y vivir juntas como pareja, aún se vuelve más político e ideológico.
Elisa e Marcela de A Panadaría es un canto al amor más allá de lo heteronormativo que impera en la sociedad. Un canto al amor valiente y, así mismo, un homenaje y una reivindicación, desde los escenarios, a las figuras pioneras y heroicas de Elisa y Marcela. Aquellas mujeres que se amaron y fueron rebeldes.
A través de la risa y de la simpatía, las actrices de A Panadaría, con la dirección de Gena Baamonde y la colaboración en la dramaturgia de Esther F. Carrodeguas, vencen y convencen.