El Chivato

En la muerte de Rafael Mendizábal

La Librería de Teatro La Avispa se cerró definitivamente el día 1 de julio de este año y tan sólo un mes después, el 1 de agosto, murió Rafael Mendizábal, el “Mendi”, como lo conocíamos todos en San Mateo 30. Cuando mis padres se jubilaron y me tocó el turno a mí ya estaba claro que junto con los libros tenía una butaca tapizada en terciopelo rojo que era de su exclusivo uso. Así que desde el primer día me encontré con mis libros de teatro en las estanterías y con el Mendi en su butaca de terciopelo rojo.

Para mí era un personaje extraño, porque lo mismo te escribía una comedia en una sola noche como te vendía una alfombra. Todavía mucho más extraño porque era vasco, de derechas y maricón (así se calificaba él, sin menospreciar el término). Tan vasco, tanto, que su cara se convirtió en la diana de las tabernas de Sanse y gracias a los consejos y la ayuda de Mayor Oreja se tuvo que venir prácticamente obligado a Madrid, bueno, a Sanmateo30; abandonar sus negocios, a su hermana y sobre todo a su madre. Era tan “pepero”, de los de Aznar y su equipo, que logró que la propia “presidenta”, Ana Botella, viniera al homenaje que parte de la profesión rindió a mis padres en su despedida en Mayte Commodore.

Y como la librería era más suya que mía, el teléfono también, así que desde allí llamaba a la ”presi” y a la vez que le decía que era conveniente ir a ese homenaje, para ganarse a la farándula, también aprovechaba y le vendía una alfombra persa para el recibidor de la Moncloa. Tan maricón que no le importaba confesarse de derechas, algo tan impropio del arte que hasta que él llegó todos los autores homosexuales sólo debían ser de izquierdas.

Como escritor tenía una obsesión: pasar a la posteridad de la crítica literaria. Así que como filóloga me pidió que se le estudiara como a cualquier otro autor de posguerra, por ejemplo, como a Alonso de Santos, al que admiraba y “envidiaba”.  Por entonces me había dado el manuscrito de una obra llamada La Noticia para que se la corrigiera. Subsané las faltas de ortografía, ¡eran tantas!, pero no los giros porque era su forma de escribir, su forma de ser. Así que cuando la publicamos, Mauro Armiño se centró en su falta de calidad lingüístico-literaria. Él llegó muy contento: “Mauro Armiño me dedica media página del país, ¡sabes que eso cuesta unas 500.000 pesetas!” Llamé a Mauro, a pesar de la mala crítica, y le di las gracias porque nunca antes se había dedicado tanto espacio a una publicación de teatro de La Avispa ni en su periódico ni en ningún otro y también porque yo estaba absolutamente de acuerdo con él. A partir de entonces La Avispa Editorial empezó a salir en los apartados de crítica literaria. Así era el Mendi.

En mi Avispa siempre se cuidaba especialmente a los grupos de teatro aficionados, bien fueran de amas de casa; de viudas; de ex-combatientes o combatientes de lo que fuera; de escuelas; de profesores y en general de todos aquellos que no perteneciendo a la profesión hacen más teatro y más público que los profesionales, la base fundamental de nuestra existencia. Y de los que llamábamos “autores españoles vivos”, el más solicitado en toda España y Latinoamérica era el Mendi. Es cierto que ante una duda del director de la compañía entre todos los autores que se le ofrecían, como el Mendi siempre estaba en su butaca de terciopelo rojo durante la elección, de 10 a 2 y de 5 a 8, él se comprometía a toda la ayuda posible, sin tener en cuenta quién le iba a montar, todos iguales. Así que al final, después de dos, tres o cuatro horas de libretos, con número de personajes, de chicas, de chicos, de actos, de duración, de reír o llorar, de reír y llorar, los clientes solían llevarse a los Álvarez Quintero y al Mendi, por sabían que nunca iban a fallar ante su público; bueno y porque los otros autores “vivos” no podían estar sentados en esa butaca roja de terciopelo rojo con horario comercial.

Para mí, La Avispa y el Mendi eran indisolubles, para lo bueno y para lo malo. ¡Requiescam in pace!


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