En las pupilas
Recuerdo las clases de espacio escénico de José Luis Raymond cuando miro por la ventana… y veo cuerpos dibujando composiciones antes nunca vistas en la escenografía urbana. Cuerpos estratégicamente dispersados que ocupan equilibradamente toda la superficie de un parque, de un paseo, de una calle, como si cada una de esas superficies fuese una balsa encima del mar y las personas se moviesen percibiendo que esa balsa imaginaria no debe hundirse nunca. Giro la cabeza y veo a personas en líneas gesticulando mientras esperan en la frutería o en la carnicería y recuerdo la coreografía de Pina Bausch, “Seasons March”, que aparece en el documental “Pina” de Win Wenders, con todos esos bailarines y bailarinas marchando en fila al tiempo que ejecutan gestos perfectamente coordinados; y recuerdo, cómo no, la voz de la propia Pina susurrando: “¡Danzad, danzad o estaremos perdidos!”.
Recuerdo las sesiones de Viewpoints con Mary Overlie y la SITI company cuando salgo a la calle… y veo que, efectivamente, el uso que hacemos del espacio determina el tipo de relación que establecemos con las personas. Veo en la plaza reuniones de gente charlando en círculos amplios y precisos como si fuesen tribus urbanas contemporáneas a las que sólo les falta el fuego en medio, e imagino que antiguamente los sapiens probablemente se reunían en círculos similares para intercambiar impresiones después de un día de caza y crianza. Veo también que hay un tipo de irresponsabilidad y de falta de respeto que no se expresa en gritos, sino en el espacio, cuando se invade la esfera imaginaria que rodea a las personas, ésa que ahora certifica nuestra seguridad. Y veo también amor cuando hablamos manteniendo una separación de dos metros con esa persona que antes abrazábamos, y si de amor hablamos, descubro que los besos que damos a quien sí podemos tienen ahora otro sabor.
Recuerdo las clases de movimiento que he recibido a lo largo de los años mientras paseo… y veo danza cuando alguien retrocede para despejarte el camino, veo danza cuando alguien aligera el paso para evitar un roce que ahora nos inquieta, veo danza cuando en una calle estrecha sincronizamos el paso con la persona que está delante, pues la prudencia te dice que no debes sobrepasarla. Veo también danza en el supermercado, una danza nerviosa cuando al ir a coger la sal o los huevos trazamos caminos insospechados por los diferentes pasillos para evitar todo encuentro, como si jugásemos al comecocos y tuviésemos que zampar bolitas imaginarias mientras andamos sin que los fantasmas, es decir, el resto de clientes, logren alcanzarnos.
Recuerdo el ejercicio de la repetición de Meisner, aquél que me enseñó José Miguel Elvira y con el que aprendí a percibir el comportamiento de las personas en pequeños detalles, lo recuerdo cuando me encuentro con la gente… y veo que la mascarilla, al mismo tiempo que oculta la boca, concentra nuestra atención en la mirada, invitándonos a explorar la infinita gama expresiva de los ojos. Se me hace entonces evidente que una mascarilla no impide percibir si alguien nos sonríe pues, como aprendí de José Miguel Elvira, la sonrisa si es sincera no está en la boca, sino en la mirada. Y así, cuando me cruzo con las personas intento asomarme por detrás de esos ojos que subrayan las mascarillas. Intuyo soledad acumulada entre unos párpados que se nublan, intuyo nostalgia en unas pupilas que brillan, intuyo incertidumbre en una mirada que, como un pájaro inquieto, no logra posarse en ningún objeto.
Recuerdo las nociones sobre las acciones físicas de Stanislavski y Grotowski, su clarividencia al observar que las intenciones de las personas se expresan en sutiles tensiones corporales… y recuerdo también el funcionamiento de las neuronas espejo que me explicó mi amigo Gabriele Sofia, esa capacidad que tiene nuestro cerebro para entender e incorporar las intenciones de otros… Recuerdo todo eso y cuando estoy fuera de casa juego a ser un lector de los cuerpos que me rodean. Percibo la valentía de una anciana en sus pasitos firmes cuando entra decidida en una tienda. Percibo la rigidez policial bajo la bata del vecino que se asoma al balcón para vigilar que salgo y entro en el horario estipulado, y de cuyo cumplimiento se ha autoproclamado responsable del barrio. Y percibo el cuerpo militar que se hincha bajo el uniforme de ciertos policías que, aprovechando esta situación excepcional, hacen prevalecer la intimidación sobre el diálogo, la violencia sobre la palabra y el sentido de jerarquía sobre el sentido común.
Recuerdo a Artaud y su escrito sobre la peste y el teatro… esa metáfora que le permitía exigir que se devolviese al teatro lo que siempre había sido suyo: la capacidad de agitar los sentidos del público a través de todo aquello que no es palabra escrita, que es cuerpo, voz, sombra y luz, un espacio paradójico que sin cambiar de dimensión puede ser elástico, y un tiempo paradójico que, aunque el reloj no pueda medirlo, puede dilatarse o concentrarse, fluir o fragmentarse. Y recuerdo que en la creación lo infecto es material más fértil que lo aséptico, que el teatro necesita heridas que supuren, negruras a las que dar luz, vacíos en los que hacer eco; y entonces me digo que quizá cuando esta peste que nos está tocando vivir se pose como experiencia, encontremos ahí una materia de cultivo donde afloren nuevas historias que contar, con una nueva forma para comunicarlas, pues vendrán alentadas por una nueva necesidad.
Recuerdo a todos estos maestros y maestras mientras escribo y miro por la ventana… y percibo con claridad que ahora que no puedo hacer teatro, que no puedo componer con cuerpos en el espacio, que no puedo buscar esa danza que se funde con el teatro, que no puedo descubrir la organicidad de las acciones de un personaje que empieza a asomar, que no puedo apreciar la emoción que aflora en sus arrugas, que las nuevas historias que contar aún deben esperar, percibo, digo, que todo ese teatro que me han transmitido se concentra ahora en la manera en la que miro por esta esta ventana por donde se me cuela el mundo. Sin entrenamientos, ensayos ni funciones, se me hace evidente que lo que he aprendido gracias a estos maestros y maestras no es cierta destreza para hacer teatro, sino algo quizá, más valioso: una manera particular de observar y dialogar con la realidad. Como si todas esas nociones artísticas que buscaban aparentemente afinar mi técnica corporal o vocal o mis estrategias de dirección escénica hubieran conseguido, en realidad, algo más trascendental: cambiar la forma que tengo de mirar la vida. Gracias a ellos, a ellas, en este momento que no puedo hacer teatro para nadie, me da la extraña sensación de que es el mundo quien, secretamente, hace teatro para mí.