Zona de mutación

En situación de aislamiento

Clarice Lispector escribía mientras sus pequeños hijos la envolvían con sus vocinglerías y algazaras alrededor. No pocos escritores, para guarecerse de las lluvias y meteoros cotidianos de sus esposas e hijos, optan por el aislamiento cuando no el internamiento en la soledad explícita en medio del campo o frente al mar, hasta el límite de mitificar tales retiros, sin garantías que por ello se puedan obtener buenos resultados. Todo sea para protegerse de ruidos, de molestias, aspirando a un silencio que a su vez permita encontrar la limpidez fiel de la voz interna. En el caso de un dramaturgo, remitiéndose hasta un centro que aparentemente contradice el posterior jaleo que su texto afrontará en el trabajo escénico. Catábasis y anábasis en los niveles que determinan el avatar cotidiano, a punto que el ‘crearse condiciones’ puede en no pocos casos transformarse casi en un fin antes que en un medio. Es cuando hijos, esposas, suegras, perros, canarios, canillas que pierden, caños que se obstruyen, devienen en factores altamente atentatorios. Que la esposa cruce el pasillo de puntillas no será gratuito, habrá momento en que lo hará saber y reclamará compensación por ello: una salida al cine, a comer un helado cuando no directamente la dedicatoria de la obra escrita y hasta los derechos de autor a cuenta. Si la escritora es ella, de seguro que las condiciones económicas de él son lo bastante seguras, lo que da variantes a este cuadro de situación. Ni hablar si justamente su marido escritor, la ha tomado de motivo inspiratorio o tema de su texto. Eso ya demandará un acuerdo, hasta un contrato más complejo. Por sólo eso, ella no se arredrará en decirle a su vate, «soy tu ruido necesario», lo que afianzará y legalizará sus reclamos de pago. Este cruce en el camino del talento del cónyuge no hace sino del azar matrimonial, un acceso a ser tematizado en el escrito, lo que se descuenta a falta de una interacción mínima con agentes de extramuros. Podría mencionarse la salida imaginaria, pero es que las flechas de lo cotidiano es a lo primera que adormecen. Y si no se deponen las ínfulas por avanzar heroicamente, renglón a renglón, es por la conciencia de que nada es sin lucha. Nada es sin doblegarse a sí mismo, sobretodo las broncas contra-maritales. Algo puede sacarse de este destino. No es fácil pero qué es un artista sino algo humano antes que nada.

«Los artistas no deberían ser esposos; se humanizan en exceso; deberían seguir siendo monstruos, pues necesitan ser grandes, los infelices. Tener la necesidad de ser grande es una desgracia», dice la esposa en el relato «La mujer del dramaturgo» de Robert Walser.

Mientras la escritura avanza, el pobre poeta ignora lo inerme que se encuentra a los factores exógenos, lo vulnerable que su posición resulta. Tampoco puede apercibirse del público virtual que lo/a rodea, lo/a espía. Difícil decodificar esa sinfonía de sobresaltos administrados, la crueldad manifiesta que sin embargo no dice que el llamado de atención de la familia, amerita cualquier corte, cualquier interrupción, hasta leer (violar) a hurtadillas los trabajosos manuscritos. Mejor será escapar a los rincones, a los sótanos, a parir en condiciones partenogenéticas, el engendro que pugna por salir. A qué medir los vapuleos, si ‘in fine’, aún falta que lo tome por su cuenta el elenco.


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