Entre la noche y el día, teatro
Desde que conocemos la existencia de las neuronas espejo, la idea que tenemos según la cual el espectador «comprende» en teatro ha variado. Que el espectador comprenda implica no sólo una actividad racional, un proceso cognitivo más o menos elaborado, también conlleva una activación involuntaria del sistema nervioso. Sabemos que si las acciones de los actores son reales (aunque no necesariamente realistas), ciertas neuronas son capaces de reconocer dichas acciones y generar una serie de impulsos dentro del espectador, en silencio, de forma inconsciente, sin que su cuerpo se mueva. Es decir, la empatía que un espectador puede sentir por los personajes tiene un mecanismo neurofisiológico concreto.
El descubrimiento de las neuronas espejo constituye un aval científico para una vieja intuición artística, en función de la cual, desde que el teatro es teatro, los actores se han afanado en elaborar las acciones de los personajes para producir un efecto de realidad en el espectador. Gracias a ello tenemos la certeza de que un espectáculo debe ser comprendido racional y fisiológicamente, con la mente y con el cuerpo. Y sin embargo, aunque parezca que hemos avanzado a la hora de entender cómo el espectador percibe las acciones escénicas, ello no asegura que el espectador tenga la experiencia que deseamos. La razón suena obvia: el hecho de comprender un espectáculo –aunque las neuronas espejo hagan parte de ese trabajo– no implica que uno disfrute con él. Comprensión y placer no son ideas vinculantes. Uno puede comprender perfectamente una obra teatral y aburrirse soberanamente. Y viceversa: podemos deleitarnos con una obra que apenas conseguimos explicarnos. Esta contradicción queda atrapada en la aparente inmovilidad desde la que el espectador observa.
El adjetivo «aparente» ligado a la inmovilidad del espectador no es fortuito, pues la activación de las neuronas espejo implica la existencia del germen del movimiento en quien observa, aunque éste parezca que está efectivamente quieto. Y así, casi sin querer, se conectan sueño y teatro, pues observar en aparente inmovilidad es también lo que sucede durante los sueños. Cuando soñamos hay también un circuito neuronal que conecta el lugar donde se crean las imágenes con los músculos, de tal forma que aún en la inmovilidad «aparente» del sueño, se activa el germen del movimiento. Pero sucede que no exteriorizamos las acciones que realizamos en nuestros sueños porque hay un mecanismo neural inhibitorio que lo impide. Todo esto se sabe porque hay personas que pierden este mecanismo regulador (Desorden del Sueño REM, se llama para quien quiera saber más), y acaban moviéndose mientras duermen casi tanto como cuando están despiertos. La mayor parte del conocimiento en neurología proviene de este tipo de hallazgos macabros: sabemos cómo funcionan ciertas zonas del cerebro humano porque hay personas a las que no les funcionan en absoluto.
Además de intuir que el sueño implica una actividad motora absorbida (similar a la que se da con la activación de las neuronas espejo), quienes investigan por qué soñamos, deducen también que el sueño es una actividad imprescindible para consolidar nuestra memoria, una suerte de reflejo cóncavo que nos recuerda lo que es verdaderamente importante para nosotros, un lugar para que el inconsciente solucione problemas que el consciente no puede, un ensayo para la vida que comenzará a la mañana siguiente. Será quizá porque escribo estas líneas en esa franja incierta entre sueño y vigilia, pero me parece que los neurólogos que así describen la finalidad de los sueños, nos ofrecen involuntariamente ciertas claves sobre la utilidad del arte escénico. Buenas noches y feliz teatro.