Y no es coña

Entre lo ilusionante y lo frustrante

Escribo un lunes de Pascua de Resurrección y mi memoria me lleva a mi Barcelona natal porque históricamente era un día de estrenos de temporada. Las temporadas eran dos y media. La larga, que empezaba a finales de setiembre y duraba hasta semana santa; la de primavera que se alargaba hasta el verano y después venían los bolos de fiestas mayores, alguna programación extraordinaria y pare usted de contar. Dicho así, a lo bruto.

He vivido varias décadas en Euskadi y allí todo eso no se puede contextualizar de la misma manera. La temporada más luminosa tuvo lugar en Bilbao por su Semana Grande durante unos cuantos años, que también tenía su correspondencia similar en las otras capitales, pero circunscrita a una semana. Y después algún festival, y unas programaciones habituales que al pasar de los años se han ido comprimiendo. Asunto que pasa en la mayoría de los teatros de primera categoría, por así decirlo. Y en capitales principales, con unidades de producción, la estancia de las obras en cartelera es muy corta. Tanto en los teatros públicos como en los privados. A excepción de algún musical eterno.

Como ustedes saben yo vivo en Madrid y voy, o intento ir, cada día al teatro. Como un profesional de la observación y a veces de la crítica, es un lujo poder ir cada semana a alguna sala importante o cada quince días a otras y cada mes encontrarme con estrenos que entran en la categoría de deslumbrantes, al menos por su influencia publicitaria. Pero si esto para la prensa especializada, los muy cafeteros y quienes miramos con intenciones analíticas puede resultar un placer, es, a mi entender, un desastre para las producciones, para las obras y, sobre todo, para los intérpretes. Si estamos de acuerdo en la inestabilidad endémica de la profesión, de los riesgos de supervivencia, este tipo de producción tan nerviosa, tan ligera, hace que, aunque se esté en una obra de relativo éxito, sea imposible vivir de manera estable de ella debido a los pocos días de exhibición en Madrid (o Barcelona) y de las actuaciones por el resto de España, si es que eso sucede, porque se distancian de una manera imposible de concebir. Y como mucho, siendo un gran éxito, se circunscribe a unos meses y con dos o tres actuaciones a la semana y sus salarios son por actuación, de una en una. Un delirio.

Y si nos fijamos a las producciones en las comunidades autónomas, la cuestión es todavía mucho más difícil de sostener ya que el estreno será de uno, dos o tres días en el mismo teatro dependiendo de la relevancia del grupo, compañía o productora. Con suerte puede existir circuito propio que garantice en un tiempo prudencial unas cuantas actuaciones y la gira por otras comunidades cada día se convierte en algo más imposible. Un bloqueo total.

Para las estadísticas municipales, autonómicas y ministeriales deben ser datos que, sin aplicar ninguna corrección, les puede resultar reconfortantes por la cantidad de estrenos que se producen. Muchos. Infinitos. Doy fe. Pongamos que yo vea, sin esfuerzo ninguno cerca de doscientos al año, pero de ellos, ¿cuántos tiene una continuidad adecuada? Muy pocos. Y esta situación mantenida en el tiempo desde hace mucho y que va a peor es un problema real, un desgaste terrible, una manera de producción y exhibición antieconómica y anticultural. Pocas obras pueden alcanzar una vida adecuada para que, en un ámbito social, territorial y cultural alcance un valor más allá de lo circunstancial.

Por eso, al ver que ya no existen temporadas. Las obras se estrenan y tienen caducidad, muchas veces definitiva, la situación de las salas alternativas que cada día de la semana cambian de obra )hay días que son dos) y cada mes renuevan la cartelera, nos lleva a la provisionalidad absoluta, a una auto-explotación y a una desnaturalización del oficio de actriz o actor, que son, al final, quienes más se resienten de esta situación. Todo ello sin hablar de la danza, que da para otra entrega con sus matices.

Reitero mi postura: estudiar todo con profundidad, establecer planes sostenibles para cambiar en un plazo razonable de tiempo el sistema, atender de manera explícita y políticamente aceptada que los teatros deben tener plantilla artística fija, que estamos en el siglo XXI y que los Cómicos de la Legua respondían a una complejidad socio-económica de su época y que podemos mirar con calma a nuestro entorno europeo para encontrar sistemas diferentes que, probablemente, si se adecuan, sirvan para cambiar esta nefasta tendencia en los próximos años.

No cejo. No me siento fuera de plano ni del tiempo. Predicar en el desierto institucional me ayuda a la insistencia. Hace falta decisión política, no cantos de sirena ni acomodación al presupuesto para salvar la gestión.


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Un comentario

  1. Aquí en Uruguay, específicamente en Montevideo , su capital es constante el estreno de espectáculos. La situación es muy similar, se producen en una ciudad de 1 millón y pocos habitantes cerca de 300 espectáculos al año. Y la continuidad no existe. Pocos son los que pueden hacer » temporada», el resto sólo está de 4 a 6 funciones. Hacen falta políticas culturales que puedan dar una respuesta a tantas ofertas.

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